lunes, 12 de diciembre de 2016

El duende invade México, ¡cumbre Morante!


Lo tenía guardado, lo dijo en una entrevista  mientras asistía como espectador en la tarde del sábado a la corrida de Fermín Rivera, El Payo y  Diego Silveti: "Necesito enseñarle a México lo que llevo dentro". ¡Y vaya si lo hizo!. La magia, el embrujo, el pellizco, el duende, todo lo sacó a pasear el de La Puebla del Río para hacernos soñar, una tarde antológica de Morante. Gusto, clase, maestría y torería en estado puro, obra cumbre de un Morante todo sentimiento, abandonado al toreo y a la inspiración, entregado al Arte, supremo, sublime, insultantemente bella su faena, todos los calificativos se me quedan cortos para expresar los sentimientos que transmitió la antología torera del de La Puebla del Río. ¡Merece la pena trasnochar y meterse a la cama a las tres de la mañana si es para ver torear así a mi Morante!. ¡Ole, ole y ole!, ¡viva el toreo!, ¡ésto es lo más grande!.

Todo ocurrió en una corrida de Teófilo Gómez desigual de presentación y juego programada como penúltima de la Temporada Grande. Una tarde más deslucido el aspecto de los tendidos, menos de media plaza, peor para ellos que se lo perdieron. Dos toros buenos, el primero y el cuarto, otro con clase pero soso a más no poder, el segundo, y tres que no sirvieron para el lucimiento.

Desde que saltó a la arena el segundo dejó claro Morante a qué venía a La México. Las verónicas de saludo, lentas, eternas, suaves, acariciando, meciendo, acunando la embestida de un noble y enclasado toro, pero al que le faltó chispa y gracia, eran el anuncio del delirio. Toda esa chispa y  gracia que no tuvo el animal la puso el sevillano a su toreo. Las trincherillas al inicio de su faena de muleta eran cada una un cártel por sí mismas. Desde que tomó la muleta el trasteo discurrió por los caminos del temple, la suavidad, la clase, el gusto y la exquisitez del toreo de Morante. Derechazos y naturales a cámara lenta, temple descomunal, llevando al toro cosido a la muleta, haciendo humillar al noble pero más que soso animal, todo ello seguido por una afición hipnotizada rendida ante tanto derroche de arte y belleza y que respondía con olés profundos, sentidos, roncos a cada lance, para alcanzar el cénit cuando Morante se saca de la nada un molinete garboso al apretarle el toro, que se quedaba ya muy corto al final de faena. Lástima el mal manejo de la espada porque una oreja era segura. Aunque realmente daba igual, porque el caprichoso destino le tenía reservado un cuarto toro para que el sevillano derramara toda su inspiración sobre la arena mexicana en una faena cumbre. Las chicuelinas garbosas de recibo fueron únicas, pero el delirio comenzó cuando Morante se echa el capote atrás, cita en largo colocándose casi de espaldas y nos deleita con un Quite de Oro antológico, moviendo las manos con una suavidad pasmosa. La plaza en pie rompiéndose a aplaudir tras el torerísimo remate con el capote, impregnado de ese sabor que solo Morante sabe imprimir a sus lances, fruto de su inspiración e improvisación ajenas a guiones escritos o prefabricados, solo Arte, puro Arte, esencia pura, como la del maestro Romero. El ambiente en los tendidos de La Monumental mexicana se lo pueden imaginar, todo el mundo era consciente que algo grande iba a ocurrir, pero creo que jamás soñaron con ver lo que vieron. Desde luego yo me frotaba los ojos ante el televisor, y no era de sueño, quería estar seguro que lo que estaba viendo era real. Inicia la faena al paso, ligando trincherazos y trincherillas, algo sublime, poesía pura con un trozo de tela. El derecho fue sin duda el mejor pitón del toro, por ahí surgieron series macizas de temple, ligazón y hondura, bajando la mano, toreando con la cintura y las muñecas, todo suavidad y naturalidad, enroscándose al toro en cada lance, dejándose en cada remate, entregado a sus musas y México rendido a sus pies, conquistado por el Hernán Cortés del toreo. Por el izquierdo le costó más tomar el engaño al de Teófilo Gómez, pero el de La Puebla recetó naturales sueltos inmensos, de infinita belleza. El estoconazo con el que fulminó a este muy buen toro fue de órdago. Rodado sin puntilla las dos orejas que paseó el sevillano culminaron una tarde mágica, noche de ensueño en España. Sí, lo que vi era real, y la emoción infinita al ver la sonrisa de Morante y México a sus pies, invadido por el duende, en una apoteósica vuelta al ruedo entre el clamor de los tendidos con gritos de "torero, torero, torero".

Pocas opciones tuvo José María Manzanares ante su lote. Feo, deslucido y sin  clase el tercero, embistiendo a arreones, sin humillar. Tardo, reservón y con peligro el quinto, que medía y buscaba en cada muletazo. Muy por encima de los toros el alicantino que solo pudo lucirse en el toreo de capote al quinto con verónicas de bellísima factura intercaladas con chicuelinas a manos bajas rememorando a su padre, para rematar con una revolera lentísima cargada de sabor. Nada tuvo en la muleta el segundo, soso y sin fuerza. Con muy buen criterio optó por abreviar el alicantino, evitando así una sucesión de pases sin sentido que solo consiguen aburrir al personal. Mayores complicaciones tuvo el quinto, un toro ante el que no era fácil estar y al que Manzanares sometió a base de paciencia y mando, demostrando el poderío de su toreo. Lo que parecía imposible lo logró el alicantino, que sacó un par de tandas por el pitón derecho plenas de temple, con la mano baja, haciendo humillar a un animal que siempre llevaba la cara arriba. Mal en el manejo de la espada Manzanares, algo a lo que no nos tiene acostumbrados, no en vano es uno de los mejores estoqueadores que hay en la actualidad. Recogió una merecida ovación a la muerte de su último toro en reconocimiento a su buen hacer ante un ganado imposible.

Junto a los dos diestros españoles completaba el cartel el mexicano Gerardo Rivera, que confirmaba alternativa con tan solo una corrida toreada en 2016. Y si viéndole en su toro de confirmación me dicen que llevaba toreadas una veintena de tardes me lo creo. Le tocó en suerte un toro feo de hechuras, descolgado, con poca cara, pero noble, pronto y repetidor al que el mexicano toreó francamente bien. Lo recibió a portagayola en un alarde de valor y disposición, ejecutó un quite por saltilleras con clase y banderilleó a sus dos toros de manera vibrante y con decisión. Con la muleta demostró temple y sacó tandas por ambos pitones depaciosas, bajando la mano y alargando el lance, aprovechando muy bien el recorrido del animal. También se le vieron algunos defectos, lógico, como la mala colocación al intentar una arrucina que le sirvió para ser volteado por el de Teófilo Gómez, afortunadamente sin consecuencias. Máxima entrega y ganas en Rivera, quien lo puso todo pero que se topó ante un animal deslucido en su segundo que le dio pocas opciones. Tampoco anduvo fino con los aceros, aunque no se le puede pedir más teniendo en cuenta que es uno de los muchos matadores que torean poco, poquísimo, algo desgraciadamente frecuente en el escalafón donde los contratos escasean y no es nada fácil hacerse hueco.

Pero la de ayer fue la tarde de Morante, la tarde del duende, la tarde de la magia, la tarde del pellizco en México, la noche para soñar despiertos aquí, en España. Esta es la magia y la grandeza de nuestra Fiesta, esto es el toreo, emoción y sentimiento.

Antonio Vallejo

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