Decía el madrileño Agustín de Foxá que el único
músculo importante en el toreo es el corazón. Decía también el mexicano Octavio
Paz que el toreo es poesía en movimiento. Poesía y corazón, poesía y alma,
inseparables, sentimientos que nacen del interior y llegan a lo más profundo en
perfecta comunión. Poesía y arte, corazón y pasión, así es el toreo, belleza y
armonía. Un verso es una verónica, una estrofa los naturales, expresado con la
palabra, con el capote o con la muleta todo es arte, nacido de la inspiración,
creado para la emoción. Poesía y toreo no entienden de geografía, España y
México, tan lejos y tan cerca, una misma afición, ayer y hoy, Foxá y Paz,
Enrique Ponce y La México, entregados ambos, uno a otro, para llevarnos al
paraíso de la tauromaquia en una madrugada inolvidable.
Habían pasado 301 días, casi un año, de aquel 5 de
febrero en el que Enrique Ponce compuso en el coso de Insurgentes una de las
más grandes faenas que se recuerdan en toda la historia. Antes había sido
Zaragoza, parecía insuperable, pero lo fue, tantas tardes y tantos años había
sido Bilbao, Madrid rendido a sus pies los dos últimos años, Málaga y aquel
crisol mágico que nos hechizó, de nuevo Bilbao en la mejor faena que se le
recuerda. Cada una parecía su mejor faena, pero siempre surgía otra para
superarla. México no podía ser la excepción, ese México que le adora, que le
idolatra, que, como dicen por aquellas tierras, es su consentido. Fue este
domingo 3 de diciembre en una tarde que para nosotros se convirtió en una madrugada
mágica en la que Enrique compuso la más bella poesía taurina que uno pueda
imaginar. Al menos hasta el momento, porque vendrán más, seguro, solo hay que
verle estar ante el toro, en una madurez extraordinaria, disfrutando, gozando
de cada lance, relajado, entregado, natural y elegante, puro y de verdad. Una
madurez que cumple 25 años tras su confirmación de alternativa un 13 de
diciembre de 1992, una madurez a la que ha llegado como los grandes vinos,
mejorando cada año, ganando en matices y sabores hasta convertirse en el mejor
vino de la mejor cosecha de la mejor bodega del mundo. Un vino que además de
todas sus extraordinarias y exquisitas virtudes organolépticas cuenta con otra
que es única y exclusiva de Enrique, su maridaje universal. De su toreo no solo
se desprende una catarata de sabores y aromas que suponen un deleite para los
sentidos, superando todos los límites de la belleza y el arte que jamás hayamos
podido soñar viéndole torear, su toreo marida con todo tipo de encastes, con
todas las plazas y con todos los públicos y aficionados que, hasta los más
rebeldes y escépticos, acaban rendidos a sus pies, mejor dicho, a su capote y a
su muleta, a su técnica y su conocimiento, a su inteligencia y su valor, que de
nada está exento el maestro de Chiva. Diría que Enrique es el Petrus del toreo,
lo máximo. Quizás por eso he decidido saborear lentamente su tarde, madrugada
en España que es como a partir de ahora me voy a referir a su antológica
actuación en La México, sorbo a sorbo de cada copa que he ido degustando tras
ver repetidas sus faenas varias veces. Fue el domingo, vi, vibré y disfruté en
directo con su toreo, me fui a dormir soñando con naturales y redondos,
poncinas, molinetes, pases de pecho que duraban una eternidad, me desperté a
las pocas horas sin saber si lo que recordaba había sido verdad o un sueño
inolvidable. Y sí, era verdad, una verdad maravillosa que dudo pueda borrrarse
de mi retina y de mi memoria. He visto de nuevo esa tres faenas sacando sabores
y matices que las han hecho aún más grandes cada día. Me parecía una falta de
respeto, un auténtico sacrilegio, contarles lo que sentí el domingo nada más
verlo. Ese es el motivo por el que varios días después me pongo a contárselo, porque
creo que merecía la pena esperar y sentir todo lo que Enrique transmitió en la
madrugada del domingo, porque a nadie se le ocurriría descorchar una botella de
Petrus, tomar una copa, darse cuenta de la enormidad de lo que está degustando
y beberse el resto de golpe perdiéndose los miles de detalles que lo hacen aún
más extraordinario. Copa a copa, despacio, haciendo que el reloj se detenga en
cada trago, buscando esa infinidad de cualidades que aporta el mejor vino del
mundo, así es como he apurado hasta la última gota esa madrugada mágica de Enrique
Ponce en el Embudo de Insurgentes.
Fueron tres toros, uno de Barralva y dos de Teófilo
Gómez los que el maestro lidió en la madrugada del domingo. Iba
de emociones desde el principio. Se presagiaba ya con la cariñosa y merecida
ovación de todos los aficionados que prácticamente llenaban el numerado y que
ocupaban un amplio sector del general. Ovación en reconocimiento a 25 años de
confirmación de alternativa, ovación de agradecimiento a un hombre íntegro
tanto dentro como fuera del ruedo que donó todos sus honorarios en ayuda a los
damnificados por el terrible terremoto que asoló México en septiembre y ovación
en recuerdo de la histórica salida a hombros el pasado 5 de febrero, aquel día
acompañado del duende del toreo, el maestro Morante de la Puebla. Ovación que
Enrique quiso compartir con Joselito Adame y Octavio García “El Payo” quienes
compartieron cartel el pasado domingo, demostrando su enorme valor humano y su
humildad, sin ese endiosamiento cutre y hortera de tantas figuras deportivas al
uso hoy en día, sin valores, que se creen por encima del bien y del mal, creídos
y displicentes, niños mimados. Esa inmensa calidad humana tantas veces
demostrada que atesora Enrique es la que le hace ser aún más grande en esa cima
del toreo en la que lleva 26 años instalado sin haber cambiado un ápice su
manera de ser, comportarse, valorar y respetar a su profesión, al toro y a
todos y cada uno de sus compañeros que cada tarde que se visten de luces ponen
en juego su vida para crear arte, con las ganas, la entrega, la ilusión, la
responsabilidad y la frescura de cuando era un novillero que quería ser figura
del toreo, algo al alcance de muy pocos elegidos.
Como he ido diciendo, fue una madrugada en la que
todo apuntaba a que algo grande pudiera pasar. Parecía que en su primer toro,
el de Barralva, iba a suceder, a tenor de la manera de saltar al ruedo y meter
la cara en los primeros lances. Pero ocurrió algo insólito cuando el toro saltó
limpiamente las tablas hacia el callejón y quedó atrapado en la tronera del
burladero de picadores con la mitad
derecha de su cuerpo hacia el callejón y la mitad izquierda encajada entre las
tablas del burladero y la pared de la barrera en una imagen insólita que yo
jamás había visto y que creo que nunca volveré a ver. Parecía imposible sacar
al toro de ese atolladero, los minutos pasaban y la situación empezaba a
tornarse en desesperación, el maestro Enrique se lamentaba junto a las tablas a
la vista de las buenas cualidades del animal, pero esta Fiesta es así, nada
está escrito de antemano y mil variables influyen para el triunfo, el fracaso,
el dolor o la tragedia. Finalmente pudo resolverse gracias a la pericia de
quienes con una cuerda ingeniaron una especie de polea que liberó al de
Barralva para volver al ruedo, pero la paliza y el castigo que llevaba ya
encima el animal era irreparable. Lo lanceó Ponce a la verónica con un mimo y
una suavidad exquisita, acunando al toro, como si quisiera acariciarle para
hacerle sentir que podía recuperarse de lo pasado, balanceando los brazos, con
temple, ganando pasos para llevárselo a los medios y ligar tres chicuelinas
despaciosas y bellísimas repletas de gusto que remató con una revolera garbosa
que puso en pie a La México y que se rompió en olés al ver con que sutileza y
torería llevó Ponce a ese toro al caballo y como lo dejó en suerte con una
media pinturera de cartel. Fue un toro con mucha clase, con ritmo y un tranco
sensacional, pronto, repetidor y con humillación, un gran toro pero llegó
exhausto a la muleta por el percance del burladero, y eso que Enrique lo cuidó
al máximo en el capote y en el caballo. Inicia la faena a media altura, con
suavidad máxima y temple magistral, sin obligarle, pero con una torería y una
calidad suprema. Es imposible para mi describir lo despacio que toreó Ponce al
de Barralva, parecía detenerse en mitad del muletazo pero no, seguía el engaño
con fijeza y remataba el lance por su enorme nobleza, todo ello gracias a una
lección de magisterio, una cátedra de auténtico
sanador, de un maestro capaz ya no de entender a todo tipo de toros sino
de resucitarlos, de un maestro capaz de saber como torear al gusto de cada
plaza y cada afición, en este caso la mexicana que gusta de ese toreo lento y
parsimonioso que aplicó Enrique. Una vez más ese maridaje perfecto que lleva en
su interior este maestro único. La ovación con la que la afición azteca premió
a Ponce a la muerte de este toro atestiguan el enorme valor de su faena.
El quinto, segundo del lote de Ponce fue uno de esos
toros que en manos de una mayoría del escalafón se hubiera ido con el tiro de
mulillas sin un solo pase. Un toro de Teófilo Gómez para mi gusto feo de
hechuras, desproporcionado, con mucha caja y poca cara, escaso presencia y
seriedad, en mi opinión justo de trapío, abanto de salida, sin fijeza en el
capote, de embestida descompuesta, sin clase ni humillación, desentendiéndose
del capote que le ofrece Enrique y huyendo escupido y rebrincado del peto del
caballo. Costó un mundo picarlo pero la maestría del valenciano logró que al
tercer intento pudiera recetarle una puyazo en condiciones. El inicio de faena
rezuma torería, por bajo, con dos trincheras bellísimas, marca de la casa,
andándole al toro para llevarlo a los medios. Temple y pausas medidas y oportunas
fueron la receta para someter a este animal descompuesto, soso y deslucido que
parecía no tener ni medio pase, técnica infinita para llegar a acoplarse y
sacar series en redondo inimaginables, templadas, lentas, sin quitarle la
muleta de la cara, con unos cambios de mano extraordinarios para acabar
vaciando la embestida en unos de pecho antológicos. Una vez más la inmensa
maestría de Ponce sale a relucir, sacando de donde no hay, tapando los defectos
de un animal deslucido y sin calidad. Los naturales citando con el envés de la
muleta y girando la muñeca con una plasticidad superlativa liaron la monumental
en La Monumental que de nuevo se dejaba las gargantas en olés rotundos, sobre
todo con unos naturales de órdago, templados y ligados por bajo que se inventó
Enrique. El final de faena por el pitón derecho fue extraordinario por lo
sorprendente ya que nadie podía imaginarse llegar a esos niveles de toreo con
un toro que carecía de fondo. Una serie lentísima y ligada en redondo, a esa
velocidad superlenta que tanto gusta a los aztecas, las poncinas y molinetes
garbosos epílogo de faena hacen vibrar a unos tendidos totalmente entregados al
maestro. Una entera tendida y dos descabellos
dan paso a una vuelta al ruedo apoteósica en reconocimiento a una extraordinaria
faena surgida únicamente de la privilegiada imaginación de un gran maestro,
Enrique Ponce.
A todo esto, y en medio del entusiasmo ante la
torería de Ponce, Joselito Adame lidió dos toros con unas dosis de entrega,
valor y buen gusto mayúsculas, con toreo de mucho empaque en su primero y
grandes dosis de riesgo en su segundo, al que mató tras resultar cogido al
banderillear a su segundo en una alarde de profesionalidad y disposición, y El
Payo cortó una oreja de mucho peso en una faena plena de gusto y clase al
segundo de su lote con momento de toreo de auténtico lujo en redondo y al
natural y una faena de máxima exposición ante el primero de su lote, un toro
con peligro que se defendía y ante el que de Querétaro anduvo firme y solvente.
Pero era la madrugada de Enrique Ponce y así se lo
hizo saber la afición de La México que pidió a grito el de regalo. Y Enrique
dijo sí, un regalo para los aficionados que estaban en la plaza, para los que
estábamos pegados a la televisión y para los damnificados por el terremoto a
quienes también destinó el coste de ese sobrero de Teófilo Gómez que saltó a
eso de las tres de la madrugada. Un sobrero precios de hechuras, para mi gusto el mejor hecho de la corrida, serio,
astifino y rematado, proporcionado y con trapío. Lo recibió Enrique con el
capote moviendo jugando los brazos y moviendo las manos con gracia y dulzura
celestial, relajado, con despaciosidad suprema. En el segundo puyazo el toro
empuja con bravura, metiendo los riñones, lo que hacía soñar con la faena
redonda que todos deseábamos. ¡Pero fue mucho más!. Inicia la faena de manera
muy pinturera y torera, flexionando la pierna, conduciendo la embestida por
bajo y con mucha largura, por ambos pitones, ganado terreno para acabar erguido
con un natural desmayado y un cambio de mano de suavidad divina que de nuevo
pone en pie a los tendidos. Series en redondo con un toreo encajado, metiendo
los riñones, con una naturalidad y un temple único, lentísimos, lances eternos
que detienen el tiempo que dan rienda suelta a la pasión de los aficionados,
plenamente entregados al valenciano. Sinfonía de toreo relajado, desmayado,
gustándose, arrastrando una muleta de seda a la que el de Teófilo sigue
humillando, metiendo la cara con clase y nobleza, hipnotizado ante tal poderío
y dominio. Mide las pausas entre series con una maestría única, el ritmo es
exquisito y la despaciosidad infinita para sorprender con un molinete garboso y
cuajar una serie al natural con hondura, imprimiéndole su sello particular, con
los pitones del de Teófilo cosidos a la muleta, naturales desmayados, largos,
sin fin, belleza superlativa, una trincherilla y un molinete invertido coronan
una obra de arte insuperable. El epílogo en redondo, dejándose, abandonado al
toreo eterno, con una largura monumental, supone la locura, un delirio
colectivo, la plaza en pie al grito de “torero, torero”. Ponce sublime, citando
de nuevo con el envés de la muleta para recetar naturales de ensueño, poncinas
y cambios de mano que hacen rugir a La México en olés nacidos del alma,
aclamado por la afición desde el corazón, ese músculo del toreo del que hablaba
Foxá para rendir el tributo que merecía la bella poesía en movimiento de la que
hablaba Octavio Paz y que en la madrugada del domingo escribió Enrique Ponce
sobre la arena de Insurgentes. Circulares invertidos con la rodilla flexionada
en un canto a la belleza, otro cambio de mano aún más profundo que todos
cuantos hayamos podido ver supone el éxtasis, la apoteosis del toreo a la que
los aficionados hemos asistido hipnotizados, hechizados por la magia emanada de
un trozo de tela roja y unas manos capaces de componer la más bella composición
jamás soñada. Dos orejas que pudieron ser también rabo de no haber caído la
espada desprendida -¡y qué más da como fuera la espada tras contemplar tan
suprema obra de arte- valen una puerta grande antológica para el rey del arte,
el emperador de la tauromaquia, el Dios del toreo, Enrique Ponce, el más grande
de todos los tiempos.
Antonio Vallejo