viernes, 23 de noviembre de 2018

El emotivo adiós de Garibay a La México


Otra madrugada dominical de toros, más horas robadas al sueño para disfrutar del toreo al estilo mexicano, esta vez con un argumento y un sentido claro, la despedida de uno de los ídolos de La México, uno de sus iconos, un consentido que dicen por allí, Ignacio Garibay, torero capitalino que dice adiós tras 19 años de alternativa. Un adiós que, no podía ser de otra manera, resultó triunfal, dos orejas y salida a hombros tras dos faenas en las que dejó patente su elegancia, su temple y su mando, cualidades que le han convertido en profeta en su tierra. Pero aunque ese era el motivo principal para ver la corrida no era el único. Por ejemplo, acartelados con el capitalino estaban Sebastián Castella, figura del toreo aquí y allí, maestro consagrado con triunfos en todas las plazas de España y América,  valor y arte le definen, y Diego Silveti, apellido de enorme carisma en México, una saga torera de varias generaciones de figuras, desde su bisabuelo Juan Silveti, Juan sin Miedo he sabido que le llamaban por su valor, su padre, el gran David Silveti, su tío Alejandro Silveti, que en la actualidad es su apoderado. Viendo el cartel me parecía suficiente como para ponerme a las once y media de la noche frente al televisor y disfrutar del toreo en directo, de ese toreo que tiene cosas que tanto nos chocan y del que tanto también aprendo. Lo primero, me llamó mucho la atención ver el poder, el triste aspecto de los tendidos de La México, con poco más de un cuarto de entrada según apuntaron los comentaristas de la televisión azteca. Después del casi lleno del pasado domingo resulta desolador ver tanto asiento vacío. Por lo que comentaron esta semana ha sido puente en México; se ve que nos parecemos en eso, tres o cuatro días de fiesta y nos escapamos donde sea. Ojalá sea esa la explicación y el próximo domingo el aspecto cambie radicalmente porque si no es altamente preocupante. La Temporada Grande en México creo que no digo una barbaridad si la comparo con los sanisidros en España, la primera plaza de cada país y la feria más importante en cada caso. Si en pleno San Isidro solo se llenara un cuarto de plaza me preocuparía muy mucho por el futuro de la Fiesta, ¿se lo imaginan?.
He hablado de los tres matadores, pero hoy también tengo que hablar de los toros de este domingo, ejemplares dela ganadería mexicana La Estancia, encaste Llaguno, con hechuras y presentación muy de México, rondando los 500 kg de peso, morrillo desarrollado y unas encornaduras que si salen en Madrid se quema la plaza, pero que es el trapío que por allí se considera y se pide. Para lo que estamos acostumbrados en España podría decir que los seis eran cornicortos, con los pitones vueltos, alguno casi cornipaso,  con poco cuello, pero para lo que se lidia en aquella tierra tenían la presentación y las hechuras adecuadas para una plaza de la categoría de La Monumental, al menos eso decían los comentaristas. 
Dejando a un lado las hechuras hubo un detalle que quiero contarles porque me hizo mucha gracia, la verdad: el nombre de los toros. Se los voy a ir diciendo por orden de lidia: Costuras del Alma, Leyenda del Tiempo, Vente a Razones, Matita de Romero, Calle Real, Duquende y Tiempo Sabio. ¡Casi nada los nombrecitos!. Les aseguro que no son los más curiosos que he visto, hay cada uno que tiene tela. 
Y otra cosa; ni han contado mal, ni me he equivocado, ni tampoco se devolvió alguno de los titulares. Sí, son siete, no seis, siete, porque siguiendo la costumbre de México se lidió el que allí llaman de regalo, de la ganadería Julián Hamdam, pedido por Sebastián Castella. Siete toros que si bien en general tuvieron nobleza resultaron un tanto decepcionantes. El primero y el séptimo fueron sin duda los mejores, bravos y con fondo, pero el resto dejó bastante que desear. Por ejemplo segundo, tercero y quinto no dieron opciones para el lucimiento, parados y sin recorrido, el sexto tuvo clase, sí,  pero  le faltó duración, teniendo como denominador común la falta de fuerzas, algo que llevó aparejada la falta de empuje y por tanto de emoción. Quizás donde más me pareció que destacó la corrida fue en el tercio de varas, ahí sí que creo que sacó mejor nota, puesto que casi todos se arrancaron con buen galope al caballo, metieron la cara abajo y empujaron con celo, cuatro de ellos quiero recordar que derribaron las cabalgaduras. Ahora bien, pongámonos en situación y entendamos esos tercios de varas como lo que fueron, al más puro estilo de La México, un único puyazo, la mayoría de las veces señalado y poco más, porque allí, como el picador se exceda lo mínimo, y estoy hablando de segundos, en serio, se le monta la mundial. ¡Ay Dios mío si vemos esto en una plaza de primera española!, menudo escándalo. El mismo escándalo que para la afición mexicana pueda ser ver tercios de varas en plazas como  se exigen en plazas como la de Madrid, o más escándalo aún el volumen a veces descomunal y las encornaduras a veces tan exageradas que se presentan en nuestras plazas. En fin, diferentes maneras de ver y entender esa Fiesta, cada una con sus pros y sus contras, siendo lo más enriquecedor, siempre lo he dicho, poder disfrutar de ambos conceptos del toreo en todo su esplendor.
Y precisamente este pasado domingo lo que se vivió en La México fue eso, una fiesta. Una fiesta que tenía un protagonista, una fiesta en honor a un hombre que iba a hacer el paseíllo por última vez en esa plaza Monumental, un ídolo de la afición capitalina, Ignacio Garibay. Una fiesta desde el  mismo momento de asomar por la puerta del patio de cuadrillas, instantes después con la atronadora ovación que recibió al romperse el paseíllo a la que respondió visiblemente emocionado desde el centro del anillo,  insistiendo a sus dos compañeros de terna en compartir con él ese momento, detalle bonito y elegante, pasando por una vuelta al ruedo apoteósica tras cortar la oreja del cuarto, una vuelta al ruedo también al más puro estilo de aquella tierra, pausada, lenta, eterna, saludando a unos y otros, abrazos, regalos, más abrazos, más saludos, más regalos, familia, amigos, toreros, personal de la plaza, cada vez más gente, más amigos, más familia, y la vuelta que no acababa nunca, acompañada por la banda de música al son de Las Golondrinas, melancólica composición que en México usan para las despedidas, que una y otra vez sonaba, aquello no terminaba, duró casi como una faena, en serio, para poner broche de oro a la tarde (ya alta madrugada en España) saliendo a hombros entre el clamor de los aficionados. No se puede negar que pasión y emoción le ponen, da gusto verles como lo gozan, ¡pero un poco más de brevedad tampoco habría venido mal!. 
Desde que Garibay tomó el capote para recibir a su primer toro se percibía en el ambiente que aquello iba a acabar bien. Saludo elegante, meciendo las muñecas con suavidad en verónicas acompasadas, embarcando al estado en los vuelos, ganando pasos para llevarse al toro a los medios. Un gran toro, por cierto, el mejor del encierro, que se movía con galope ágil, humillando con clase, con fijeza, repetidor, que metió la cara abajo en el peto y empujó con celo en varas. Un quite despacioso, variado y muy vistoso en el hilvanó una chicuelina, tafallera, otras dos chiquilinas más y una larga a una mano desmayando la figura, con mucha clase y gusto, puso en pie a los tendidos, deseosos de ver triunfar a Garibay. El inicio de la faena no puede ser más torero, doblándose, por bajo, suave, elegante, el toro va largo y humilla, abrocha la serie con un cambio de mano lentísimo y profundo que arranca un olé rotundo. Faena basada en el temple, firme, seguro, manejando la muleta con suavidad para conducir la brava y noble embestida siempre por bajo, muletazos de gran empaque sobre todo en una tanda mediado el trasteo de enorme nivel, con la mano muy baja, arrastrando la muleta, poderoso, sometiendo al toro, enroscándoselo a la cintura, la figura relajada, el viaje largo, infinita belleza, todo templadísimo, todo despacio,  todo muy lento, todo muy de México, degustando cada pase, aclamado por olés incesantes nacidos del alma. Lástima de algunos enganchones a las telas que rompieron ese ritmo mágico que imponía el mando de Garibay y que restaron un puntito de continuidad y emoción en algunas fases, por lo que la faena no llegó a romper  de la manera rotunda como creo que hubiera podido ser ante las sensacionales condiciones del toro. Una estocada arriba casi entera y algo tendida aunque eficaz fue argumento suficiente para que se pidiera una oreja concedida por el juez de plaza con absoluta justicia. Al cuarto también lo saludó a la verónica, con temple, acompañando el viaje con la cadera, preciosa estampa, abandonado, con torería, como la que derramó al llevar al toro al caballo por delantales andándole hacia atrás, siempre despacioso, o como la que enloqueció a La México en el quite por tafalleras rematado por cuatro revoleras para soñar y no dejar de hacerlo jamás, sin prácticamente rectificar la posición, en una baldosa, sin enmendarse, olés que hacen temblar a la plaza y una ovación desbocada que se escuchó en todos los rincones de la inmensa ciudad. Una plaza puesta en pie, rendida a su ídolo cuando éste les brinda su último toro. Faena templada de un Ignacio Garibay sumamente tranquilo y relajado, disfrutando del toreo, saboreando cada muletazo, degustando el toreo mientras a sus oídos llegaban los acordes de Las Golondrinas, elegante de nuevo, con gusto y clase, bajando la mano, pases lentos, mucho, parando el reloj, buscando la ligazón, sacando a relucir su mando cuando el toro respondió y abriendo la caja de la técnica cuando el toro se vino abajo y le faltó recorrido, pero tenía nobleza y clase y Garibay supo exprimir al máximo sus cualidades. Faena quizás más de emotividad que de emoción, faena de entrega en la que en ningún momento se cansó de torear, como si no quisiera irse nunca de allí, primero en largo, luego acortando las distancias, toreo vertical, estático, plantándole la muleta en la cara, pasándoselo por ambos pitones, abandonado, disfrutando el momento, sorbo a sorbo, como un buen vino, entre gritos de "torero, torero" que casi ahogan los acordes de Las Golondrinas, muy por encima de un toro al que le faltó empuje, chispa y emoción. Un pinchazo y una entera desprendida pasaportan a su último toro en la Monumental azteca. Petición de oreja que vista por televisión no parecía mayoritaria pero ante la que el juez de plaza sacó el pañuelo sin dudar lo más mínimo. Según mi buen amigo Raúl Rodríguez que este domingo tuvo la fortuna de asistir a la corrida en la plaza la petición fue escasa y, en palabras suyas, fue la primera vez en su vida que había visto a un presidente, juez de plaza allí, conceder una oreja no pedida. Y no dudo de sus palabras, así fue, seguro. Pero también digo que no me importa, que si esa decisión se basó en valorar el arte, la elegancia, el gusto, la clase, la emoción y los sentimientos por encima de la colocación de la espada y sirvió para asistir a la antológica a la vez que interminable vuelta al ruedo con la posterior salida a hombros de Ignacio Garibay, bienvenida sea, que si pecamos que sea por exceso de benevolencia y no de intransigencia, como tantas veces ocurre. 
Sebastián Castella poco o nada pudo hacer ante el soso, deslucido y justo de fuerzas segundo, nulo en el capote, sin recorrido, que tan solo fue un espejismo en el caballo donde se arrancó con brío y empujó abajo, pero nada más, un visto y no visto, porque en banderillas volvió a las andadas, esperando y soltando la cara. En la muleta no permitió nada, sin recorrido, reponía, soltaba la cara, muy bien Castella a mi modo de ver, firme, lo machete por bajo, lidia a la antigua que era lo que precisaba este toro, sensacional el galo, era lo único que se le podía hacer. Cada toro tiene su lidia, aunque a veces cueste hacérselo entender a muchos. Abrevia con magnífico criterio ante la evidente imposibilidad, sufriendo un calvario con los aceros. Tampoco mejor mucho las cosas el quinto, distraido de salida, frenándose en el capote, con las manos por delante, deslucido, descompuesto en su embestida. Es cierto que derribó al caballo en el solitario puyazo, pero creo que fue más por inercia que por empuje y entrega, mostrándose tardo en banderillas, con poca fijeza, cortando el viaje, poniendo en apuros a la cuadrilla de Castella que resuelven el trance con oficio y algo más. Inicia el de Beziers la faena muy a su estilo, estatuarios por alto, vertical, clavando las zapatillas, para proseguir con un toreo en redondo templado, perfectamente colocado, bajando la mano para ligar los pases con despaciosidad, muy a la mexicana, sobre todo en un par de tandas al inicio de la faena que fueron lo mejor, por no decir lo único, puesto que al toro se le acabó la gasolina  y fue claramente a menos, parado, cada vez con menos recorrido. En ese momento sale el Castella de raza y pundonor, da un paso adelante, aprieta y ataca al toro, acorta las distancias, se llega hasta la punta de unos pitones que rozan la taleguilla y el chaleco, muy firme, en un palmo de terreno, con la muleta retrasada para provocar la embestida del toro y así tratar de instrumentar algún muletazo, intentando llevarlo toreado en todo momento, pero la sosería del toro ahuyenta cualquier atisbo de emoción. Muy por encima el francés, al que tan solo le puedo poner el pero de haber alargado quizás en demasía el trasteo, pero voluntad y entrega no se le puede ni debe reprochar. De nuevo se atasca con la espada. Estaba claro que una figura de la talla de Sebastián Castella no quería irse de vacío este domingo, más aún tras ver a Garibay cortar dos orejas, y por eso entiendo que pidió el de regalo, a ver si  el sobrero de Julián Hamdam  tenía mejores condiciones. Los lances de recibo a la verónica bajando la mano, jugando bien las muñecas, templando las primeras acometidas del toro, ganando terreno en cada capotazo para rematar este saludo con una media muy torera permiteron dejar espacio para la esperanza. Un espacio que se agrandó al ver un precioso quite por chicuelinas muy ajustadas a manos bajas rematadas con una larga cordobesa repleta de sabor que arrancó un olé estremecedor. El inicio de faena rebosa torería, primero flexionando la rodilla, luego rodilla en tierra, conduciendo la embestida por bajo,  muy sometido, alargando el viaje para rematar con dos soberbios de pecho que levantan a los aficionados de sus asientos. Extraordinarias tandas en redondo, temple y ligazón, la mano baja, adelantando la muleta, alargando el pase, rematando atrás, la esencia del buen toreo, todavía mejor al natural, templado, lento, con hondura, olés rotundos, grandísimo Castella, perfectamente colocado, toreando encajado, metiendo los riñones, toreo reunido de enorme emoción y transmisión. Ni un toque a las telas, enorme la técnica, mayor aún el sentimiento, los olés retumban a cada redondo, a cada natural, cada cual más profundo, cada cual más hondo, todo sobre sus muñecas, manejando los avíos con elegancia y torería. Faena muy al estilo y gusto de La México, perfectamente acoplado a esa embestida al ralentí que por momentos parece que se va a parar, pero sigue y completa el muletazo, bellísimo, muy difícil de torear así, sumamente exigente para el matador, la plaza toda en pie, olés a cada pase, absorbiendo los mejores aromas del toreo eterno. Remata la obra como la comenzó, flexional la rodilla, doblones por bajo y un adorno garboso rematado por abajo que hace volar la imaginación al otro lado del charco, a su Sevilla de adopción, sabor y olor maestrante. Mata de una casi entera ligeramente desprendida y corta una oreja de ley con todo merecimiento.
Diego Silveti saludó al tercero con un ramillete de verónicas templadas y cadenciosas para rematar con una maravillosa media a pies juntos cargada de torería y deleitó a los aficionados con un quite por gaoneras realmente vibrante a un toro que desde salida apuntó una alarmante escasez de fuerzas. Eso y poco más es lo que le permitió al hidrocálido, quien lo cuidó y mimó en la muleta ante la evidente invalidez del animal. Aplicó toneladas de temple, dosis máximas de temple, suavidad extrema, siempre a media altura, tandas muy cortas, pausas muy largas para que el toro recuperara al menos algo de aliento para no derrumbarse. Faena de gran técnica pero de escasísima emoción, en cuanto le obligaba lo mínimo al bajarle la mano una pizca el toro se derrumbaba, muy deslucido, sin ritmo ni continuidad, imposible a todas luces. Quizás las ganas y la disposición le llevaron a alargar demasiado un trasteo que no llevaba a nada y que a más de uno le impacientó en los tendidos, pero es entendible que viéndose en la Temporada Grande y ante dos figuras como Garibay y Castella hiciera lo imposible por agradar y demostrar lo buen torero que es.  Esa oportunidad le vino en el sexto, un toro que de salida no apuntaba nada bueno, deslucido en el capote, frenándose, echando las manos por delante, de corto recorrido, soltando la cara, que sin embargo se empleó en el caballo con bravura y codicia. Emotivo y caballero en el brindis a quien como supe gracias a la retransmisión de la televisión mexicana, además de maestro es su amigo, Ignacio Garibay. Inicia la faena con torería y temple, bajando la mano, con gusto, muletazos de tanteo que preceden a series por ambos pitones de toreo encajado, muy lento, muy a favor de estilo, a la mexicana, acompañando el viaje con suavidad, la muleta adelantada, alargando la embestida, tirando del toro, siempre por bajo, perfectamente acoplado, sabiendo administrar las pausas, dándole aire, haciéndolo todo a favor del toro, cuidándole para sacar todo lo que llevaba dentro. Lástima que al toro le faltara duración y que fuera a menos tras las primeras tres o cuatro series, porque clase y nobleza tenía, pero esa falta de gas y recorrido restó emoción a la faena. Ni siquiera los últimos compases de la faena con Silveti metido entre los pitones en un alarde de valor consiguieron conectar con los tendidos, incluso escuchó silbidos de reprobación por parte de algunos aficionados, aunque con las bernardinas ajustadísimas con las que culminó su actuación las tornas cambiaron y le reconocieron la entrega, el compromiso, la disposición y la verdad con la que fue a esa corrida. Mató mal y, si había alguna opción de oreja, se difuminó cualquier esperanza, pero sí que recogió una merecida ovación por su actitud durante toda la tarde.

Antonio Vallejo


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