Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía...
¡Cuantas veces en estos meses se me ha venido a la
cabeza este soneto de Francisco de Quevedo!, un llanto desesperado de desolación
y soledad, reflejo del sentimiento de un español que vive inmerso en la desazón
de una España imperial decadente, herido por la angustia ante el inminente fin
de una época gloriosa, rebelándose ante el derrumbe moral de su amada nación. Siglos
después, parece increíble, a muchos
españoles nos azota como un látigo mortal la misma inquietud ante una patria que se
desmorona por la acción de sus enemigos y la omisión de quienes vuelven su
cobarde cara sin defenderla, compartiendo la
misma tristeza y el desasosiego del gran poeta ante la inminente pérdida
de lo que nuestros mayores nos legaron con su esfuerzo y sacrificio. Sí, no me
duele decirlo, yo también miré los muros de la patria mía en estos oscuros meses de primavera en los que
tanto se nos ha ido y cuyas terribles consecuencias aún muchos no son capaces
de ver.
Igual que miré esos muros de la patria muchas tardes también
miré los muros de la plaza mía, de esa
plaza que tanto he añorado este mes de mayo y junio huérfano de toros, de esa
plaza que ha visto robada su feria por un destino de origen tan turbio como los
que lo han regido de manera obscena e indecente. El San Isidro madrileño se ha ido, vacío, al igual que
se esfumó de nuestras vidas el abril sevillano, o el marzo valenciano se apagó
de golpe, con la pena en el alma del aficionado, con el dolor de la impotencia
ante la amenaza de muerte de su amada, esa que se llama Tauromaquia. Amenaza de
los mismos que sueñan con derribar los muros de la patria mía y que creen que
los muros de la plaza mía también deben ser derribados por cuanto constituyen uno
de sus pilares ancestrales, un signo inequívoco de españolidad, sin saber que
ambos muros son mucho más sólidos de lo que imaginan al estar edificados por el
corazón de una nación que jamás se ha rendido. Pinchan en hueso, sin duda.
Han sido muchas las tardes de esta oscura primavera
en las que he pasado junto a la plaza de las Ventas, dirigiendo mi vista y mi
ánimo a ese camino que como un ritual sagrado cada día de feria recorro para
cumplimentar a esa amada afición, a esa locura, pasión desenfrenada, que es el
toreo. Y cuando llegaba al encuentro de mi añorada plaza inmerso en melancolía me
daba cuenta que allí estaba, como siempre, bella, erguida, imponente,
desafiante, sólida, respetuosa, con su bandera a media asta, no diez días,
todos los días, tranquila, serena, segura, con sus muros guardianes de este
arte eterno. La contemplaba, en silencio, escuchando los ecos de los olés
inmortales acunados por el viento. Y la
pena de esta oscura primavera desaparecía, la tristeza se esfumaba y las
verónicas, los naturales, los adornos, los remates que tantas tardes nos han
llenado de emoción se hacían presentes ante mis ojos para dibujar una sonrisa
en la cara y llenar de alegría el alma taurina con la certeza que nada ni nadie
será capaz de robarnos algo tan grande y con la seguridad que algún día veremos
la luz, la de un nuevo amanecer envuelto en banderas victoriosas que desde los
luceros anuncien que volverá a reír la primavera.
Antonio Vallejo
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