martes, 16 de junio de 2020

Volverá a reír la primavera


Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía...

¡Cuantas veces en estos meses se me ha venido a la cabeza este soneto de Francisco de Quevedo!, un llanto desesperado de desolación y soledad, reflejo del sentimiento de un español que vive inmerso en la desazón de una España imperial decadente, herido por la angustia ante el inminente fin de una época gloriosa, rebelándose ante el derrumbe moral de su amada nación. Siglos después, parece increíble,  a muchos españoles nos azota como un látigo mortal la misma inquietud ante una patria que se desmorona por la acción de sus enemigos y la omisión de quienes vuelven su cobarde cara sin defenderla, compartiendo la  misma tristeza y el desasosiego del gran poeta ante la inminente pérdida de lo que nuestros mayores nos legaron con su esfuerzo y sacrificio. Sí, no me duele decirlo, yo también miré los muros de la patria mía  en estos oscuros meses de primavera en los que tanto se nos ha ido y cuyas terribles consecuencias aún muchos no son capaces de ver.
Igual que miré esos muros de la patria muchas tardes también miré los  muros de la plaza mía, de esa plaza que tanto he añorado este mes de mayo y junio huérfano de toros, de esa plaza que ha visto robada su feria por un destino de origen tan turbio como los que lo han regido de manera obscena e indecente. El  San Isidro madrileño se ha ido, vacío, al igual que se esfumó de nuestras vidas el abril sevillano, o el marzo valenciano se apagó de golpe, con la pena en el alma del aficionado, con el dolor de la impotencia ante la amenaza de muerte de su amada, esa que se llama Tauromaquia. Amenaza de los mismos que sueñan con derribar los muros de la patria mía y que creen que los muros de la plaza mía también deben ser derribados por cuanto constituyen uno de sus pilares ancestrales, un signo inequívoco de españolidad, sin saber que ambos muros son mucho más sólidos de lo que imaginan al estar edificados por el corazón de una nación que jamás se ha rendido. Pinchan en hueso, sin duda.
Han sido muchas las tardes de esta oscura primavera en las que he pasado junto a la plaza de las Ventas, dirigiendo mi vista y mi ánimo a ese camino que como un ritual sagrado cada día de feria recorro para cumplimentar a esa amada afición, a esa locura, pasión desenfrenada, que es el toreo. Y cuando llegaba al encuentro de mi añorada plaza inmerso en melancolía me daba cuenta que allí estaba, como siempre, bella, erguida, imponente, desafiante, sólida, respetuosa, con su bandera a media asta, no diez días, todos los días, tranquila, serena, segura, con sus muros guardianes de este arte eterno. La contemplaba, en silencio, escuchando los ecos de los olés inmortales  acunados por el viento. Y la pena de esta oscura primavera desaparecía, la tristeza se esfumaba y las verónicas, los naturales, los adornos, los remates que tantas tardes nos han llenado de emoción se hacían presentes ante mis ojos para dibujar una sonrisa en la cara y llenar de alegría el alma taurina con la certeza que nada ni nadie será capaz de robarnos algo tan grande y con la seguridad que algún día veremos la luz, la de un nuevo amanecer envuelto en banderas victoriosas que desde los luceros anuncien que volverá a reír la primavera.


Antonio Vallejo

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