lunes, 10 de diciembre de 2018

Cumbre de Antonio Ferrera en La México: Arte, sentimiento, torería suprema


Era la una de la madrugada en España cuando a la arena de La México saltaba un toro de la ganadería de Santa Bárbara de nombre Abuelo, con 520 Kg de peso, acapachado, bajo, enmorrillado, posiblemente bajo de trapío para lo que estilamos en España pero muy en tipo a lo que es el toro mexicano y en concreto el encaste Llaguno. Su lidia le correspondía a Antonio Ferrera, quien venía de haber cuajado una faena enmarcada en el más puro estilo ferreriano de esta última etapa del maestro, una faena fruto de la clase del extremeño nacido balear y reflejo de esa extraordinaria madurez  torera con la que nos lleva deleitando en estas dos últimas temporadas tras su reaparición una vez recuperado de su grave lesión de rodilla. Ese primero fue un toro que personalmente no me gustó en cuanto a hechuras, alto, algo escurrido de atrás, justo de cara y cornicorto, al que Ferrera recibió por verónicas templadas, alguna francamente armoniosa y lenta, para sacárselo a los medios y rematar el saludo con un revolera con el envés del capote preciosa. Toro parado, muy justo de fuerzas, que recibió un puyacito y al que hubo que cuidar al máximo echándole los capotes arriba para que no se derrumbara, con poco recorrido en banderillas y que llegó exhausto a la muleta, tardo, sin recorrido alguno. Quien más quien menos pensábamos que ahí se había acabado todo, que resultaba imposible ya no solo lucirse, sino mantenerlo en pie. Poco a poco, andándole en la cara con torería, muy despacio, muy suave, mimando al toro, acariciando su embestida, con infinita paciencia, cuidando la altura con maestría, administrado las pausas con la dosis exacta de la medicina que necesitaba el de Santa Bárbara, con la sapiencia que da la veteranía, fue embarcando en los vuelos de su muleta. Lo que en un principio parecían pases sin emoción alguna fueron ganando en recorrido y en  profundidad, Ferrera asentado, con infinito temple, todo muy despacio, tirando con una suavidad exquisita para acabar toreando al natural con una hondura impensable minutos antes, y digo al natural en toda la extensión del término, no solo por el pitón izquierdo, también por el derecho, clavando el estoque simulado en la arena y toreando sin ayuda por ambos pitones, tandas mágicas a velocidad superlenta, llevando embebido al toro, ligando por bajo, desmayando la figura, encajado de riñones, enroscándose al toro, torería en cada gesto, en cada movimiento, en cada paso y en cada pase, magia surgida de una mente prodigiosa, de un maestro que está en el culmen de su carrera. Impresionante escuchar los olés de los poquísimos aficionados que ayer fueron a la plaza, deprimente aspecto, desoladora imagen de unos tendidos prácticamente vacíos, quizás 2.000 espectadores, ¡qué pena!, pero peor para los que se lo perdieron, los adornos finales al abrigo de las tablas rezumaban aromas de azahar, trincherazos sublimes, carteles de toros. mató de una entera algo desprendida y hubo petición mayoritaria de oreja (ayer era fácil contar con los pocos que había) que el juez de plaza desestimó no sé con qué criterio, supongo que con la excusa de la colocación hurtó al público lo que pedía. ¡Ay los palcos!, se ve que en todas partes cuecen habas. La ovación que recibió el balear-extremeño fue clamorosa. Pero esa faena que se perdieron quienes no fueron a la plaza no era más que el aperitivo de lo que vendría con Abuelo, el sueño de una noche de otoño. Un toro con poca fijeza de salida en el capote de un Ferrera que lo para andándole hacia atrás para abrir el compás y dibujar con trazo firme verónicas templadas hundiendo el mentón, jugando las muñecas con elegancia, acompañando el viaje con la cintura, pura belleza, y una media de remate fantástica, parando el tiempo, con el público en pie al son de los olés. Se arranca Abuelo con espectacular galope al caballo del picador y lo derriba aparatosamente, sale suelto el toro y un Ferrera en maestro, perfectamente colocado, en el sitio exacto donde tenaz que estar  ¡lo para  por chicuelinas en las rayas del tercio para rematar con una media belmontina arrebujado en el capote que es otro cartel!. Los olés resuena con ecos atronadores en los desérticos tendidos de Insurgentes que empiezan a soñar con algo grande. Por cierto, que al toro ni se le picó, la entrada al caballo fue tan brutal que creo que no el del castores no llegó ni a hundir la puya hasta la cuerda. Pero allí nadie dijo nada, a todos les pareció bien cambiar el tercio sin entrar d renuevo al caballo, ¡ay la que se hubiera montado en Madrid!. Pero cada sitio tiene sus gustos, sus modos y sus maneras, y así creo que hay que entenderlo, por mucho que nos llame la atención. Brinda al público sabedor que tiene ante sí un gran toro al que cita en largo, le da distancia y Abuelo se arranca pronto y alegre, lo aguanta con temple supremo Ferrera, magistral, firme, seguro, relajado, desmayando la figura, tandas de redondos sublimes, la mano muy baja, alargando el muletazo hasta el infinito, todo con gran despaciosidad, parando los relojes, para rematar con unos de pecho monumentales. Perfecta la colocación, mágica conjunción toro-torero, emoción desbordada, un cambio de mano rebosante de torería hilvana los redondos con una tanda de naturales templadísimos, cada cual más lento, eternos, con largura, infinitos, la muleta barriendo la arena, Ferrera entregado a las musa del toreo, dejándolo todo a la imaginación, improvisación y naturalidad, abstraído, abandonado al arte que fluye desde el alma, olés cada vez más atronadores, una trincherilla de ensueño y la locura en los tendidos. Ferrera ensimismado, levita, clava de nuevo el estoque simulado y otra vez torea sin ayuda, todo al natural, por ambos pitones, muletazos lentísimos, el tiempo no pasa, las agujas están clavadas, pases mirando al tendido, en éxtasis, ¡qué torería!, ¡cómo anda en la cara!, ¡cómo anda en la pausas!, a pasitos, la muleta plegada, junto a su cara, el mentón hundido, en estado de trance y luego ¡con que largura lleva al toro!. Todo es puro sentimiento, todo emoción, los remates por bajo, celestiales, los de pecho, majestuosos, soñando el toreo, alcanzando el cielo, todo un torrente de toreo puro, en redondo, al natural, trincherillas, desplantes, madurez exquisita, la cima de su carrera, plenitud torera, alma y pasión, expresión suprema de lo más profundo e íntimo de su ser, roto, transmutado, completamente abandonado, la plaza en pie al grito de ¡torero, torero!, y hechizado por el maestro Ferrera un gran toro noble, con clase, bravo, con fijeza y humillación, con recorrido, repetidor, un gran toro. Arte, arte y más arte. Torería, torería y más torería. Y para rendir honor a ese bravo animal deja un estoconazo en todo lo alto volcándose sobre el morrillo, y Abuelo vende cara su vida, muere con bravura junto a las tablas. Dos orejas sin discusión alguna y "arrastre lento" para un gran toro que a mi modo de entender mereció la vuelta al ruedo, como la que que dio el maestro Antonio Ferrera, apoteósica que pone broche de oro a otra temporada extraordinaria de este grandísimo torero que nos embruja con su caudal inagotable de torería.
Cuando miré de nuevo el reloj, ¡no podía ser!, la una y veinticinco de la madrugada, imposible, había pasado el tiempo inmerso en el océano del toreo eterno, atemporal e inmortal. Sí, Ferrera había ordenado al reloj que parara, que los segundos y los minutos se congelaran para poder gozar de la sinfonía que Antonio Ferrera compuso con los más bellos acordes que se puedan escuchar, con la obra de arte que dibujó magistral con trazos sublimes que hubieran enamorado al mismísimo Miguel Angel, un aluvión de eso tan mágico y sin igual que por sí solo es capaz de desbordar los sentimientos y desatar la pasión, el toreo.

Antonio Vallejo

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