jueves, 2 de noviembre de 2017

Colorín colorado


Mucho, muchísimo es lo que me parece que ha pasado desde que escribí la última entrada de este blog. Concretamente un mes, un intenso y convulso mes en el que tantas cosas han pasado en nuestra España, un mes que nos ha tenido pendientes día a día de los acontecimientos gravísimos que posiblemente llevan la aniquilación de la España que conocemos y que queremos por obra y gracia de unos golpistas que campan a sus anchas ya no solo por Cataluña sino por esa Europa tonta y acomplejada que tanto daño nos está haciendo, y por la inacción fruto de la cobardía de un gobierno decidido a vender a España a cambio de un puñado de votos, un gobierno que sólo habla de "diálogo" y "negociación" y que se niega a encarcelar a los culpables de delitos tan graves como sedición o rebelión, un gobierno que pastelea con quien sea proclamando como solución maravillosa unas elecciones sin sentido abocadas al caos y que permite al cabecilla de la rebelión pasarse por Bruselas sin hacer absolutamente nada. Por puro azar he comenzado a escribir esta entrada hoy por la mañana y la termino por la tarde, por lo que llego a tiempo de incluir aquí la gran alegría que me ha dado la noticia del encarcelamiento de todos los responsables del golpe separatista. Pero ojo, que nadie baje la guardia porque aún queda mucho por hacer y por demostrar. 
Con este panorama desolador es de entender que a uno no le hayan quedado muchas ganas de ponerse a teclear para hablar de toros pero ya estoy aburrido, harto de que los enemigos de España por acción y por omisión alteren mi vida y, sobre todo, las ganas de hablar sobre esta bendita locura que es la afición a los toros. 
Dejaba las cosas hace un mes al final de una Feria de Otoño madrileña en la que Paco Ureña y Miguel Angel Perera resultaron triunfadores a mi modo de ver, el murciano dejando una vez más muestras de la que ha sido una excepcional temporada, poderoso y dominador, y el extremeño valiente y rotundo, además de artista. 
Esa Feria de Otoño precedió de la que marca cada año el final de la temporada taurina española: la Feria del Pilar en Zaragoza  Es cierto que por detrás de la cita maña aún quedaban por celebrar algunos festivales y la feria de Jaén para echar el cierre definitivo a este importante año 2017, pero no hay duda que la capital maña marca la última de las grandes citas para los aficionados. Como verán hablo de un importante año y no me refiero precisamente a lo exclusivamente taurino y al terreno artístico, lo digo precisamente por lo que antes he comentado,  por la enorme transcendencia de los terribles días que estamos viviendo en los que la integridad nacional, la Unidad de nuestra Patria, la España forjada por siglos de historia, gloria y grandeza, puede venirse abajo por la barbarie de unos pocos y el consentimiento de quienes debieran haber atajado esta barbarie hace mucho tiempo. E insisto que, a pesar de las últimas detenciones, a estas alturas aún no sé quien tiene más culpa, si el que lo hace o el que lo permite, todos con nombres y apellidos: Puigdemont, Trapero, Junqueras, Gabriel, Sánchez, Rajoy, Santamaría y un largo etcétera. Pero España, el pueblo español, parece haber dicho basta y no está por la labor de permitir que se le ataque de manera vil y cobarde. España y los españoles han sabido defenderse de ataques y afrentas mucho mayores a lo largo de su historia, sin ir más lejos Zaragoza, la romana César Augusta, ha sido a lo largo de la historia ejemplo del valor, el honor, la gallardía y la bizarría de un pueblo como el español, y si no que se lo digan a los franceses del siglo XVIII. Así lo ha demostró durante la celebración de la feria del Pilar, patrona de la Hispanidad y nuestra Fiesta Nacional, con muestras claras del sentir de millones de españoles que estamos hartos de que se nos insulte y agreda por el único hecho de amar a nuestra nación, España. ¿Cómo lo ha demostrado? Muy sencillo, poblando sus tendidos de banderas de España, como antes lo hizo Madrid en la Feria de Otoño, algo que jamás había visto en una plaza de toros, el que cientos, miles de aficionados acudiéramos con nuestra bandera a los toros. Yo no fui menos el primero de octubre engalané la barandilla junto a la que cada tarde de toros me siento en las ventas con la bandera nacional. Años y años han tenido que pasar parque la gente se dé cuenta de lo importante que es lucir con honor nuestra bandera, años y años en los que a los que siempre hemos hecho gala de nuestros colores nos tildaban de "fachas", a modo de insulto, cuando, al menos en mi caso, no es un insulto, es más, si defender lo que yo defiendo, España, su Unidad, sus raíces y sus señas de identidad, es ser un facha lo soy sin ningún complejo, y a mucha honra. Esa foto de portada con la que ilustro esta entrada es una muestra de lo que ha sucedido en las plazas de toros durante todo este mes de octubre  un mar rojo y gualda en los tendidos, en una demostración de que el mundo del toro es muy sensible a todo aquello que ataque a su razón de ser, a sus esencias, y entre ellas está en lugar primordial el concepto de España como nación única.  Así estuvo Madrid, así estuvo Zaragoza, así estuvo Valencia, así estuvo Jaén y así estuvieron los muchos pueblos que en este mes de octubre celebraron festejos taurinos. Varios son los nombres que destacaron en Zaragoza, Juan José Padilla, el Ciclón de Jerez, todo corazón, arrojo, entrega y pundonor, Ginés Marín, arte puro, que se catapultó en aquella mágica faena en San Isidro y que ha culminado una temporada extraordinaria y que en el coso mano brilló por su disposición, sus ganas, su quietud, serenidad y seguridad, Paco Ureña, una vez más, en dos faenas de entrega, valor y pundonor, pisando terrenos comprometidísimos, pasándose a los toros a milímetros de la cintura, tragando arreones y parones, impasible, tirando del toro cuando se quedaba, una alarde de firmeza y compromiso, Cayetano, todo raza, arrebatador, un torero que tiene imán por su personalidad y su verdad delante de la cara de los toros, que resultó herido en los últimos compases de la faena pero que tuvo la fuerza, la dignidad y lo que un tío tiene que tener para tirarse a matar recto y sin titubeos con tres cornadas en el muslo y reventar al toro de un espadazo que valió dos orejas, Sebastián Castella dejando de nuevo impronta de maestro, de torero cuajado, con una capacidad, una superioridad y una facilidad delante de los toros casi insultante, valiente y decidido, firme y entregado, y Andrés Roca Rey, el peruano que desafía al riesgo en cada lance, que nos encoge el corazón y nos corta la respiración al ver por dónde se pasa los pitones, que jugó con el riesgo, la inspiración y la técnica como si fueran pelotas con las que hacer malabarismos en una tarde de emoción y entrega en la que acabó sometiendo a sus oponentes con arte y valor para terminar poniendo en pie a los tendidos de Zaragoza. Todos ellos nombres que tiñeron de oro y sangre, los colores de nuestra bandera, la arena maña y que nos hicieron disfrutar a cuantos estuvieron en la plaza y a los que lo vimos a través de las retransmisiones de Canal Toros. Pero si estos nombres resonaron y fueron importantes hay dos que en mi opinión estuvieron a una altura descomunal: Alejandro Talavante y Enrique Ponce. El extremeño cuajó una tarde mágica, pletórica, entendiendo y manejando a sus dos oponentes con un mando y un domino superlativo. A nadie se le escapa que Talavante ha adquirido ya una dimensión de figura del toreo, de todos es sabido que su toreo no deja indiferente a nadie, que todo fluye de manera natural, nada es preconcebido, la inspiración domina sus faenas, pero a ello le suma un conocimiento del toro, de los terrenos y las suertes al alcance de pocos, en una fusión de técnica y duende que enamora y emociona a cualquiera. Faenas compactas, toreo rotundo, templado, lento, al ralentí, con largura y ligazón en la más pura ortodoxia, detalles y remates inesperados fruto de la inspiración, asistido por las musas, látigo en su muleta cuando había que someter y poder al toro, seda en su muñeca cuando se abandonaba al arte y la belleza de redondos y naturales de ensueño, y la espada un auténtico cañón. Tarde mágica, histórica me atrevería a decir, de Alejandro Talavante para poner un broche de auténtico lujo a una gran temporada, otra más para el extremeño. Y Enrique Ponce, ¡una vez más!, ¡otra más!, ¡y las que quedan!. Lo de Ponce hace mucho que se escapa a las reglas de la lógica, que deja al diccionario sin epítetos con los que calificar otra tarde histórica del que, lo digo y lo repito, considero el mejor torero de todos los tiempos. Otra tarde de las muchas que aún nos quedan por disfrutar de este maestro eterno. Fue ante un toro de Juan Pedro Domecq al que nadie, excepto Su Majestad Enrique I, había visto en los primeros tercios. Un toro ante el que, de la fantasía y la imaginación del valenciano, surgió una faena llena de personalidad, elegancia, gusto, clase, de una belleza y una carga emocional suprema. Toreo desmayado, templado, largo, ligado, dejándose en la cara del juanpedro, toreo de muñecas rotas y suavidad infinita, redondos ligados con la mano baja, citando con el envés de la muleta en esa manera tan peculiar y bella de citar al toro que el maestro acostumbra en los últimos tiempos, naturales hondos de belleza celestial y un cierre de faena por el pitón derecho flexionando la rodilla, muletazos lentos, eternos, deteniendo el tiempo ante unos tendidos enloquecidos ante tanta belleza, entregados al Arte del maestro de maestros.
Y así, con un sabor de boca inmejorable, se puso fin a la temporada 2017. Una temporada que arrancó en Valdemorillo, que tuvo en Valencia su primer punto álgido, una Feria de Fallas en las que un joven de la tierra, Román, enseñó sus credenciales y su capacidad como torero, algo que ha ido refrendando en todas y cada una de sus actuaciones convirtiéndose en un valor en alza muy a tener en cuenta de cara al próximo año. Una temporada que en Sevilla nos enamoró de Antonio Ferrera, de su profesionalidad y honestidad, de su valor y su clase, en definitiva, de la inmensa torería que lleva en su interior el maestro balear-extremeño y que le convirtió en rotundo triunfador del abril sevillano. Una temporada que asistió en Madrid al nacimiento de una figura del toreo que puso a Las Ventas patas arriba, Ginés Marín, en una tarde apoteósica del jerezano en la que nos dejó el que probablemente haya sido el mejor muletazo de toda la temporada, ese cambio de mano no largo, kilométrico, templado, lento, lentísimo, bajísimo, a ras del suelo, una auténtica maravilla que quedará para la historia del toreo. El mismo San Isidro en el que vimos a un toro de Jandilla, Hebrea de nombre, que para mi modo de ver era de indulto, un toro también para la historia al que Sebastián Castella toreó como los ángeles en una faena completísima en la solo faltó un gran final con el toro regresando al campo para padrear, ese San Isidro en el que Juli demostró que el poderío y el mando en el toreo llevan su nombre, Antonio Ferrera pisó fuerte la arena venteña y nos emocionó con su toreo cargado de empaque y gusto y en el que Ponce cuajó otra tarde mágica conjugando la maestría, el gusto y la belleza en su primer toro con la entrega, las ganas y la disposición ante su segundo toro, un animal que no tenía ni medio pase ante el que Enrique I El Grande inventó una obra maestra llegando a exponerse como si de un novillero que tuviera que hacerse un hueco en este mundo del toro se tratara en una demostración de profesionalidad y respeto al toro digno de lo que es Ponce, una figura de época. Luego llegó Pamplona, San Fermín, la Feria del Toro, con tres nombres propios: Roca Rey, Antonio Ferrera y Cayetano. El peruano en su línea, valiente y firme, sin dar un paso atrás, pisando terrenos inverosímiles, Ferrera inundando el coso pamplonés de torería y Cayetano regando la arena con el arte que emana de sus sangres Rivera y Ordoñez, con pasajes de clase infinita en la línea Ordoñez perfectamente ensamblados con otros arrebatados de raza en la línea Rivera. El veraniego agosto nos dejó huérfanos aquel domingo 13 en el que Morante anunció que abandonaba temporalmente el toreo. Se iba el duende, no en un adios, en un hasta pronto que ya se me hace largo y que espero y deseo termine ya para volver a ver al sevillano vestido de luces y sentir el pellizco de su toreo. Pero agosto no solo fue testigo de esta triste noticia, fue también testigo de dos tardes maravillosas, antológicas en dos ciudades españolas separadas por mil kilómetros: Málaga y Bilbao. Dos ciudades pero un solo nombre: Enrique Ponce. Sí, una vez más, la enésima, el maestro de Chiva, el más grande, en una tarde de Crisol malagueña en la que compuso una de las más bellas sinfonías que jamás hayan podido disfrutar los sentidos y en una tarde bilbaína en la que certificó, si es que quedaba alguna duda, que el idilio del maestro valenciano con la afición de Vista Alegre es eterno. Se fue el verano y el otoño madrileño y zaragozano puso fin a la temporada que he intentado resumir en sus momentos más significativos, aunque se me habrán quedado muchos, muchísimos de los que a lo largo del año he ido contando a mi manera en este blog. 
Pero hay un momento, un día concreto, una fecha maldita que no se me ha olvidado, en absoluto, y que es el que realmente ha marcado toda la temporada. Era sábado, 17 de junio, y en una plaza francesa un toro segaba la vida de un gran torero, un hombre que entendía la profesión a su modo, acorde a su personalidad, un hombre que cada tarde que se vistió de torero dignificó e hizo grande a la Fiesta, un hombre que se ganó el respeto por la verdad de su toreo y un hombre al que, lo dije y lo repito, se le trató de una manera injusta e inmerecida, con una falta de respeto y de sensibilidad fuera de lugar para lo que se había ganado en los ruedos. Ese hombre era Iván Fandiño, el torero de Orduña que aquel día de junio se fue al cielo donde tantos maestros que le esperaban para ver los toros en esa barrera de auténtico lujo que cada tarde conforman, una barrera celestial desde la que mandan más de un capote y hacen un quite milagroso cuando se necesita. La muerte de Fandiño nos dejó mudos, helados, casi sin capacidad para reaccionar, sumidos en un dolor inmenso, sin capacidad para explicarnos cómo había podido ocurrir tal drama. Se fue un maestro, alguien al que con el paso del tiempo muchos se darán cuenta de todo lo que el toreo le debe, alguien que con su entrega y pureza cada tarde que hacía el paseíllo honraba a la Fiesta, alguien gracias al que todo lo que he ha ocurrido en las plazas españolas a lo largo del año tiene sentido. Es muy duro, es trágico, es inexplicable y se escapa a toda lógica, pero el toreo es así, el toreo es eso, el toreo es la lucha de poder a poder entre un hombre y una bestia de la que solo uno puede resultar vencedor. Sin duda que esta temporada 2017 quedará en el recuerdo de todos los aficionados por la muerte de Iván Fandiño aquella fatídica tarde de junio, como la pasada quedó marcada por la de Víctor Barrio. Y ni un minuto voy a desperdiciar en los criminales que se mofaron de la muerte de un torero de pies a cabeza, ya tendrán su merecido algún día, seguro.
Con todo lo dicho, con el triunfo y la tragedia en el recuerdo es una auténtica pena que la temporada española haya llegado a su fin y que tengamos que esperar hasta el próximo mes de febrero para ver saltar al ruedo al primer toro de la temporada 2018. Meses de invierno en los que espero y deseo que Canal Toros se apunte al carro de la Temporada Grande en La México y los domingos por la noche nos conecte con el Coso de Insurgentes para vivir el toreo al estilo mexicano en esas madrugadas de invierno tan apasionantes para los que amamos esta Fiesta y así nos haga más llevadero el ayuno invernal en nuestra España. Ojalá se cumplan estos deseos, por las últimas noticias que he escuchado parece ser que así va a ser, incluso es probable que las retransmisiones se amplíen a otros países como Colombia o Perú, será una maravilla si finalmente se concreta.
Y colorín colorado ¡este cuento no se ha acabado! porque el planeta toro no para, España y América forman un carrusel sin solución de continuidad y así será siempre, aunque a alguno le pese.

Antonio Vallejo

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