Sin probaturas, sin tanteos ni adornos innecesarios, como hacen los buenos toreros cuando lo ven claro, así empiezo, de frente, directamente, ¡yo he pedido las orejas para Enrique Ponce!. Sí, algo que no tengo por costumbre hacer, y los que van cada día al tendido y me conocen saben que no agito el pañuelo blanco jamás. Hoy lo he hecho. ¿Por qué?. Sencillamente, porque he visto torear al que, ya lo he dicho muchas veces, para mi es el más grande de la historia de la tauromaquia, el Rey Enrique, el rey de este Arte tan maravilloso que es el toreo. Lo de esta tarde inolvidable, tarde para la historia, no es más que la verificación de lo que Enrique Ponce venía anunciando desde Zaragoza el pasado octubre o desde La México en enero, componiendo sendas faenas que se cuentan entre las más grandes y bellas de la historia, mostrándose en plenitud, en una madurez exquisita, en lo más alto de su carrera, disfrutando del toreo, sintiéndose a gusto, exhibiendo todo su conocimiento, su saber y su técnica para hacernos vibrar como hoy lo ha hecho. Sí, repito, le he pedido las orejas porque tras 25 años de alternativa no ha perdido ni un átomo de su ilusión y su entrega y hoy se ha puesto como si tuviera que ganarse un lugar en eso del toreo, porque lo fácil era haberse justificado con su segundo y nadie se lo hubiera reprochado, pero eso no va con él y ha dejado con la boca cerrada a más de uno. Probablemente alguno de ellos estaba detrás de algo insólito y absurdo. No sé el por qué, no entiendo el motivo aunque lo intuyo, un problema psiquiátrico que se llama fobia, para que un grupúsculo mínimo haya exhibido en el 7 alto, instantes previos al inicio del festejo, una pancarta en la que se leía la siguiente chorrada (perdón por la expresión pero no encuentro otra mejor): "El toro de Madrid no es el de Valencia". Vale, ¿y qué?. Conociendo el percal de esos individuos no es difícil imaginar a quien iba dirigida, pero ha quedado claro que a Enrique le ha importado un bledo, le ha entrado por un oido y le ha salido por otro, y particularmente pienso que cuanto más le intenten reventar su faena, cuanto más predispuestos vengan desde casa para hacerle la vida imposible, más grande van a hacer al Rey del toreo. Así venían hoy, con ese ánimo se presentaban unos pocos que se llaman ¿aficionados?. No tienen ni idea, y si quieren aprender que vean de nuevo repetida en televisión la faena de Ponce al cuarto de la tarde.
Dos orejas de ley, dos orejas que valen oro y que, repito e insisto, las he pedido y las volvería a pedir, incluso a lo mejor hasta la segunda en su primer toro. Cuando voy al museo del Prado y, por poner un ejemplo fácil, me quedo embelesado admirando el cuadro de Las Meninas, ¡que nadie me pregunte cómo era el marco!, me da igual, lo que veo es la inmensa belleza de una obra de arte única, como el toreo. Eso es lo que me ha pasado en ese primer toro de Ponce. Desde las verónicas templadísimas, cadenciosas, lentas, largas, con la rodilla flexionada, de una exquisitez y belleza suprema, pasando por otras aún más templadas, desmayando la figura, acompañando al de Garcigrande con la cintura, ganando pasos para rematar con dos medias a manos bajas de cartel en los medios, y terminando con un quite por chicuelinas lentas, ajustadas, con las manos bajas, de auténtica locura, tras llevar al caballo con una clase descomunal, se intuía que algo grande estaba por pasar. Y así ha sucedido en la muleta. Toreo celestial, perfectamente colocado al citar y tras el embroque, todo temple, suavidad, armonía, elegancia, sutileza, naturalidad, gusto, sabor y verdad. Cada serie era una poesía, cada muletazo el verso más bello que se pueda concebir, su figura relajada, desmayada, iba desgranado de un racimo taurómaco pases en redondo a cada cual mejor, encajado, siempre por bajo, ligando uno tras otro con un hilo invisible que llevaba al toro cosido a los vuelos de la muleta, con clase, todo surgiendo de la imaginación y la inspiración de Enrique, todo natural. Toreo eterno, infinito, como los redondos que no acababan nunca, casi llegaba a un circular ligado a otro, los cambios de mano antológicos, rebosantes de sabor y elegancia, la que tiene Enrique, todo en un palmo de terreno, una colocación perfecta, emborrachándose de torear con una calidad extrema. Locura en los tendidos, olés rotundos, éxtasis general con la plaza en pie. ¿Que querían ver al toro por el izquierdo?. Pues ahí lo han tenido y se lo ha mostrado Ponce, por ahí no iba, protestaba y punteaba con cabezazos, no se ha escondido, ¿contentos ya los insatisfechos?. Vuelve con la diestra para terminar la faena de manera antológica, una torería sin igual de nuevo flexionando las rodillas, de nuevo por bajo, de nuevo en largo, apoteosis torera que se desborda con los remates finales por bajo y las trincherillas que saben a gloria pura. Una estocada entera al segundo intento tras un metisaca valen una oreja de peso y para mi bien valdría dos. Con perdón para algunos que a lo mejor se revuelven al leer esto pero hoy la espada era como el marco de Las Meninas, algo accesorio de lo que pocos se acordarán dentro de dos días, pero nadie olvidará el sentimiento y la emoción que la faena suprema de Ponce ha generado y que perdurará en la memoria de cuantos hemos estado en Las Ventas, un lienzo del mejor toreo que se pueda imaginar.
Le quedaba el cuarto, medio sueño cumplido y medio por cumplir con un toro que no apuntaba nada, en el que era casi imposible adivinar nada, uno más de esos toros que en manos de la gran mayoría del escalafón se van al desolladero tras unos cuantos mantazos. Pero en las del Rey Enrique no, y así lo ha dicho con la sabiduría y la claridad con que ve los toros mi gran amigo Raúl: "El único que puede sacar algo grande de este toro es Enrique". Así ha sido, ¡qué grande eres, maestro!. Si el gusto, el arte, la belleza y la torería han definido a su primera faena, la de este se puede calificar una vez más de lección magistral de toreo en el aula magna de la mejor universidad taurina del mundo, Las Ventas. Ha dictado magisterio ante un toro que arreaba por arriba, sin clase alguna, al que poco a poco, con paciencia, con técnica infinita, ha enseñado a embestir el maestro Ponce. No lo necesitaba, podía haberse colocado y al segundo cabezazo, al segundo parón, a la segunda mirada con peligro, haber cogido la espada para quitarse de en medio a un toro que parecía imposible. Pero Enrique torea de verdad y la impostura no va con él, es un hombre íntegro dentro y fuera de la plaza, hablo con conocimiento, amigo de sus amigos, a los que no abandona ni deja en el olvido, a los que no duda en visitar para dar un aliento de ánimo y cariño en situaciones delicadas haciendo huecos imposibles en su vida. Sé que hoy, desde una barrera del cielo, otra gran persona, un hombre que como Enrique ha tenido por bandera en su vida la fidelidad y la lealtad, ha sido feliz viendo la poderosa lección que ha impartido.
El Garcigrande no quería embestir, Enrique le ha puesto la muleta y le ha dicho, como en una fábula :
- Por aquí.
Y pasaba.
Se volvía a ir, Enrique le ha llamado y le dicho:
- No, no es así. Mira, es de esta manera.
Y volvía a pasar. Si no bajaba la cara, otra vez:
-Escucha, yo bajo la mano y tú humillas.
Y así lo ha hecho, obediente ante su maestro.
Y el Garcigrande ha aprendido la lección y se ha metido en la muleta.
Poder, mando, técnica, un pundonor infinito, un entrega y un disposición fuera de serie en una figura del toreo que lleva 25 años en lo más alto, número uno tantísimas temporadas, algo que aún le hace más grande, aguantando parones sin enmendarse, valor y valentía fuera de toda duda, todo de verdad y puro. La faena iba a más, cada vez más ligada, siempre templada, cada vez bajando más la mano, alargando el recorrido. Maestría indescriptible, poderío y gusto para acabar con series rotundas en redondo, de trazo sublime y belleza inconmensurable, ligados por bajo, suaves, lentos, arrancados de uno en uno con la exquisitez que impregna su toreo, de nuevo desmayado, de nuevo la locura y el éxtasis en los tendidos que desparraman todo el caudal de emociones con los trincherazos finales, sublimes, torería y empaque. Otra obra de arte, otro lienzo digno del mejor Velázquez, o del Greco, o de Goya, en el que lo que menos me importa es el marco, en el que un pinchazo y una casi entera que hace doblar al toro no desmerecen nada para que pida otra oreja. Sí, la he pedido, por si a alguien aún no le queda claro, y la volvería a pedir porque estoy rendido desde hace 25 años al arte, la técnica y el mando que Enrique Ponce, el mismo que generosamente nos ha regalado esta tarde en Las Ventas, y porque quería que saliera a hombros por la Puerta Grande para ver cumplido mi sueño. Enrique Ponce ha hecho historia porque es historia viva de la tauromaquia, y nosotros tenemos la impagable fortuna de verle y disfrutar con su arte, con su torería y su clase, somos unos privilegiados.
La imagen que ilustra esta entrada resume todo. De Madrid al cielo, el más bello y preciado que pueda existir, la puerta de la gloria, la Puerta Grande de Las Ventas, la que abre el camino a lo más alto a través de ese cañón mágico, la que en la tarde de hoy el Rey Enrique ha atravesado por cuarta vez con un toreo magistral.
Antonio Vallejo
No hay comentarios:
Publicar un comentario