Llevábamos tan solo unos días de este año 2025 cuando vieron la luz los carteles de este San Isidro, y no llegaba a 2 meses cuando ya habíamos renovado los abonos y salían a la venta las entradas para corridas sueltas. Fueron unas cuantas las que volaron de las taquillas en un abrir y cerrar de ojos, entre ellas la de este sábado, por lo que a nadie le extraña ya que se haya registrado otro lleno de no hay billetes y que el ambiente previo a la corrida fuera el que se veía en los alrededores de Las Ventas. Corrida de Juan Pedro Domecq para Juan Ortega y Pablo Aguado mano a mano, cartel de arte que nadie quería perderse.
Cuando en su día vi esta corrida anunciada tenía claro lo que esperaba y quería de ella, y con esa misma idea he ido a la plaza. Para mi era un día para apartar todo tipo de reglas y normas, para desencorsetar todo lo que pudiera pasar en el ruedo, para despreciar la cantidad y lo cotidiano y en su lugar buscar el pellizco de un detalle por mínimo que fuera, para degustarlo como si fuera el bocado más exquisito para el paladar más exigente, para soñar y dejarme llevar por los sentimientos. Sí, con esa idea he ido a la plaza, sabiendo que era una de esas tardes de todo o nada, de triunfo rotundo o fracaso estrepitoso, que lo que iba a ver era una combinación explosiva para esta plaza que tiene un sector que no soporta a los que consideran despectivamente toreros "de Sevilla", menos aún los toros de Juan Pedro Domecq, y que tendría las armas preparadas con todo su arsenal de munición en forma de gritos, palmas de tango, protestas, faltas de respeto y mil formas de molestar a los matadores para reventar todo lo que surgiera por bueno que pudiera ser. Y no me he equivocado, se ha cumplido el guión que llevaban desde casa, perfectamente orquestados, sabiendo el momento exacto de levantar la voz cuando parecía que la faena podía ir bien y, tristemente, alegrándose de que las cosas fueran mal, cuanto peor aún más felicidad. Nada sorprendente, era lo esperado, protestando cada toro desde que salía, ni uno les valía ni les gustaba, a varios les dedicaron sus insultantes "miaus", Gritando "vaya mierda de ganadería", además de otras lindezas que mejor no repetir, y cuando Ortega o Aguado cuajaban muletazos o tandas protestaban la colocación, la altura, el remate, daba igual, había que reventarlo como fuera. Muy penoso y de mal aficionado que si llegan a ser toros idénticos marcados con otros hierros de su gusto, sus protegidos, no hubieran abierto la boca, ha ocurrido ya tantas tardes que no sorprende, al igual que con "sus" matadores, sus protegidos, a los que todo perdonan.
Pero les digo una cosa, me dan igual, que hagan lo que les parezca, yo he ido a lo mío, a dejarme llevar en un abandono a los sentimientos, a soñar el toreo, aunque los sueños se tornaran por muchos momentos en pesadillas inmersas en un ambiente desagradable, pero sabiendo que tan solo un mínimo detalle que apareciera, tan solo un fogonazo, sería suficiente para colmar mis anhelos. Y al final he salido feliz porque he disfrutado de cada momento en los que he sentido el pellizco y el alma torera se ha quebrado y entregado a la emoción. Otros, en su maldad, me temo que se han ido a casa jodidos y bien jodidos, con perdón.
Con el capote me ha hecho soñar Ortega en verónicas templadas llenas de gusto imprimiendo su personal estilo en el primero, chicuelinas lentas y armoniosas en un quite rematado con una media que ha durado una eternidad al cuarto y tafalleras garbosas al quinto tras acariciar las embestidas con la suavidad con que se acuna a un bebé, y también Aguado con unos delantales de una belleza sin igual en un quite al primero, meciendo con suavidad al segundo y lanceando a la verónica al cuarto con una clase y un temple supremo, muy despacio, acompañadas con la cintura, para volverse loco. Les parecerá poco, pero para mi esos crujidos nacidos exclusivamente del arte de estos dos toreros han sido mucho, sabores exquisitos que he degustado como el mejor caviar y cuyo sabor aún perdura.
Y con la muleta de Ortega los destellos aparecían como sorbos del mejor Dom Perignon, para saborear con los ojos cerrados, entregándose a una explosión de emociones, muletazos sueltos al primero de una excelencia suprema, trincherazos de volverse loco y un cambio de mano sublime, unos doblones al tercero de una expresión difícilmente igualable y unos ayudados por alto al sexto repletos de clase y gusto. Me dirán que con poco me conformo. No es así, ha sido mucho, no en cantidad, no quería algo vulgar, solo soñaba con la exquisitez. ¿Ustedes se beberían ese Dom Perignon de un trago o poco a poco dejándolo reposar en la boca y manteniendo aromas eternos?. Aguado ya con el segundo comenzó a deleitar con su tranquilidad y su forma de estar en la cara del toro, que para lo que daba de sí el juanpedro fue mucho, créanme. Ante el cuarto y en medio de un ambiente infernal por los del 7, dibujó muletazos de trazo sublime, muy templado, erguido, ligando con gusto, naturalidad y belleza, sin arrugarse ante las faltas de respeto de los que empezaban a estar nerviosos porque su soñado fracaso del sevillano pudiera volverse en contra. Pero a esas alturas gran parte de la plaza empezaba a estar harta de las fobias patológicas y respondió reconociendo el comprometido y buen hacer del sevillano. Cinco toros ya habían sido arrastrados entre pitos, los revienta faenas con su sonrisa de absurda felicidad, casi misión cumplida, yo con la felicidad verdadera que cada detalle de arte que me había hecho soñar. Pero faltaba el sexto,¡ay amigos!, que carita se le ha quedado a la turba. Toreo eterno de Pablo Aguado, relajado, templado, natural, ni un gesto forzado, suavidad, dulzura diría en cada muletazo, daba igual el pitón, daba igual el improperio que soltaran algunos, los olés lo taparon todo, un inicio de faena con trincherazos y derechazos de crujir, series bajo el mando de unas muñecas de seda que manejaban la muleta con sutileza, vaciando por bajo, ligazón cargada de ritmo, acompasado, profundo, todo muy despacio, no quería que corriera el tiempo, una delicia para los sentidos abrocahada con un final de torería superlativa, a dos manos, el mentón hundido, ayudados por bajo, un terremoto de emociones que se desbordan con una estocada en todo lo alto que pasaporta al juanpedro en segundos. Un mar de pañuelos y una oreja que colma de felicidad al matador y a la inmensa mayoría de la plaza. Algunos, lo siento por ellos, se fueron con la cabeza gacha, no culminaron su destrozo. En lo que a mi respecta, lo que buscaba lo encontré, lo que deseaba en sueños se hizo realidad, sentí el toreo eterno y cada detalle con el que me dejé llevar en brazos de los sentimientos consiguió que viviera con pasión la emoción que de este arte.
Antonio Vallejo
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