domingo, 2 de junio de 2019

Antonio Ferrera: El toreo se hizo carne y habitó entre nosotros

Ayer viví en Las Ventas una tarde que no olvidaré jamás. No exagero si digo que ha sido la tarde de mayor torería que he visto en mi vida, y son muchas. Una tarde para dejarse llevar al toreo de otros tiempos, rescatando del cajón de los recuerdos quites y suertes de maestros de un pasado glorioso, el quite de oro del maestro Marcial Lalanda o la suerte de matar recibiendo dando mucha distancia del maestro Luis Francisco Esplá, un viaje al Paraíso elevados en su capote y su muleta. Sobre el lienzo de la arena venteña el maestro Antonio Ferrera  dibujó trazo a trazo una de las más bellas obras que los ojos humanos puedan contemplar, pinceladas sublimes de sentimiento salpicando una piel erizada por la emoción incontenible. Fue un sueño mágico que desbordó los límites conocidos de la pasión, algo que solo el toreo eterno, el toreo de la imaginación y  el duende es capaz de generar.
Todo comenzó con Bonito, preciosa lámina, maravillosas hechuras, mejor nombre imposible. Las verónicas desmayadas en los medios, a pies juntos, soltando al aire de Madrid unos vuelos que acunaron a Bonito en sus primeras embestidas, la lidia por bajo, con suavidad, pasitos muy cortos, andando hacia atrás, un ballet en pareja de inmensa plasticidad, poesía en movimiento, no eran más que los primeros esbozos de la maravilla pictórica que comenzaba a dibujar el maestro Ferrera. El recorte con el que dejó perfectamente colocado a Bonito ante el caballo, torería pura, suavidad, delicadeza, no eran más que nuevos trazos de la obra magistral que estaba por llegar, trazos de un colorido y una belleza sin igual en el quite de oro, aquel que Lalanda aprendió en México, con el que puso a Las Ventas en pie. Empujó Bonito en el peto, bravo, la cara abajo y salió con movilidad y clase en banderillas. Fernando Sánchez una vez más - ya ni sé las que lleva en este sanisidro - cuajó un extraordinario par citando como él hace, pero esta vez parándose en la cara del toro, como una estatua, impávido, para dejar colocados los palos con una torería difícilmente igualable, la misma con la que se fue andando del embroque, con chulería, torero, torero. El brindis al público bien podía haber sido la firma de la maravilla que el maestro Ferrera sabía que iba a dejar impresionada sobre el ruedo de La Monumental. Directo con la izquierda, naturales largos, le figura desmayada, el temple infinito, la hondura máxima, la mano muy baja, mando y gusto, cada uno superaba al anterior, los vuelos de la muleta dibujaban figuras gráciles en el aire, toreo encajado, reunido, muy despacio, con el poso de la madurez y el reposo del que se sabe abandonado al arte. Relajado y natural, ni un solo gesto forzado, las series de naturales hacían rugir las garganatas de los aficionados, roncos a las primeras de cambio de gritar olé a cada pase, torería infinita. El ritmo era perfecto, el toro humillaba y repetía, bravo y con clase, Bonito, precioso, un gran toro. Dio igual que se cambiara la muleta de mano, siguió toreando la natural con la diestra, la ayuda abandonada sobre la arena, Ferrera abandonado al toreo, los aficionados abandonados a la maravillosa composición que estaban disfrutando pincelada a pincelada. Entrega total en tres partes, toro, torero y afición, el toreo eterno, el que nunca morirá. Seguían los redondos sin ayuda, profundos, la muleta manejada por unos toques de muñecas mágicas, gráciles, delicados, suficientes para que el de Zalduendo viera el camino deseado, Ferrera metiendo los riñones, el toro metiendo la cara, los tendidos metiendo aire en sus pulmones para gritar olés y más olés, ahora un  cambio de mano de ensueño, luego uno de pecho infinito, y todo a gusto, y todo con gusto, el gusto que da disfrutar la espléndida madurez de un maestro distinto, el gusto de dejarse llevar por el toreo de la imaginación, el gusto del duende. En uno de esos maravillosos naturales el toro se raja y Ferrera, más torería no cabe, se echa la muleta al hombro cual capote de paseo y con ese paso tranquilo que da el saber que lo más grande estaba hecho se va a las tablas a por el estoque de acero. Hacía mucho que no sentía lo que ayer sentí y hacía mucho que no veía el estado de delirio y éxtasis que nos envolvía a todos y cada uno de cuantos estábamos en el tendido. Por si faltaba algo mata a este precioso y bravo Bonito de un estoconazo fulminante en la suerte de recibir, pero citándolo en largo, ¡a cinco metros!, como algunas veces hacía el maestro Esplá. Y con el estoque enterrado aún le sigue toreando con naturales de la misma hondura y belleza que tuvo toda la faena. Obra completada, Las Ventas se transformaron en la Capilla Sixtina del toreo con los más bellos frescos jamás soñaos dibujados en su ruedo. Toda la plaza un mar de pañuelos blancos pidiendo las dos orejas, pero siempre aparece algún don nadie que quiere protagonismo. Esta vez fue un tal Rafael Ruiz de Medina Quevedo quien por meter la mano donde no debía emborronó la magistral obra del artista, un grafitero de pacotilla comparado con Ferrera, un personaje que ayer se cagó en los pantalones pensando si a él también le montarían numeritos pancarteros los hooligans y que no se atrevió a sacar el segundo pañuelo que era de ley con la excusa de que la espada había caído algo desprendida. ¡Mamarracho!. Ahí se ve la manera de dominar la plaza de esos "sabios puristas", metiendo el miedo en el cuerpo, ellos son los culpables. Al del palco prefiero no aplicarle calificativos, porque con su cobardía tiene ya para un rato.
Pero la justicia existe, y esa justicia tuvo nombre, Cítaro, un Zalduendo alto y grandón con poca movilidad y entrega en el capote, deslucido, que empujó con cierta codicia en el primer puyazo pero que en el segundo soltó la cara arriba, fea pelea. De nuevo Fernando Sánchez dejó otro par espectacular, algo que deja de ser noticia siempre que este magnífico banderillero toma los rehiletes. Un toro por el que nadie apostábamos en le tendido, deseosos de que el maestro Ferrera pudiera cortar al menos otra oreja que hiciera justicia al expolio anterior y le abriera de par en par la codiciada Puerta Grande. Solo en la mente del balear-extremeño se vislumbraba otro horizonte que los mortales no éramos capaces de adivinar. El inicio torero con torerísimas trincherillas, llenas de sabor, llevándose al toro a los medios dieron algunas esperanzas, pero la primera parte de la faena no parecía que permitiera cumplir nuestros deseos. Ferrera construyó la faena en dos partes claramente diferenciadas. Primero la técnica atesorada y pulida en tantos años de alternativa, el saber de la madurez y el perfecto conocimiento del toro y de los terrenos de un torero portentoso. Poco a poco, paciencia, con temple, poniéndole la muleta, dándole la altura, la velocidad y el ritmo que pedía el de Zalduendo, un toro con aparente poco recorrido, deslucido, consintiéndole, enseñándole a embestir, todo despacio, sin prisas, no las había, sabía Antonio lo que iba a llegar. Poco a poco las series fueron más reunidas, poco a poco fueron más bajas, ligadas, poco a poco fue ganando profundidad y hondura, poco a poco se nos iban abriendo los ojos y empezábamos a ver lo que solo una gran figura del toreo iba a dejarnos en el corazón. Y acabó embracándlo en la muleta, de nuevo a golpe de muñeca de cristal, suave, una bendita delicia, y de nuevo sin la ayuda, también sobre la arena, otra vez los vuelos de la muleta libres al aire madrileño, redondos y naturales de locura, temple máximo, despaciosidad, de nuevo el reposo y la naturalidad, desmayado, pasándose al toro por la barriga, encajado, series reunidas, la máxima expresión de la belleza para borrar de un plumazo el borrón del grafitero del palco. Hondura y profundidad mágicas, surgidas de la prodigiosa cabeza de un grandísimo artista, gusto, clase, entrega y abandono otra vez, y las gargantas más roncas todavía de gritar los olés. Los adornos finales por bajo, trincherillas celestiales, fueron gotas de un exquisito perfume que Ferrera derramó por toda la plaza, un perfume que aún perdura en los sentidos y que difícilmente olvidaré en mi vida. De nuevo mata en la suerte de recibir, otro estoconazo hundido hasta la empuñadura, y de nuevo un clamor pidiendo las dos orejas. Esta vez sí,  dos orejas, esta vez no pudo resistirse el palco ante el abrumador clamor de una plaza puesta en pie rendida a Ferrera, salvo por supuesto una veintena aproximada, los mismos de siempre del 7, protestando la segunda oreja porque consideraban que la espada estaba ligeramente desprendida. Allá cada uno con sus problemas. 
Se hizo justicia, Ferrera tres orejas, y debieron ser cuatro, porque las maravillosas e inolvidables obras de arte que el maestro dibujó con pinceladas magistrales de capote y muleta y que rubricó con la firma de la espada lo valían, más allá de tres o cuatro centímetros a la derecha. Lo que el maestro Ferrera hizo ayer está por encima de todo, el arte no se puede medir ni valorar en centímetros, la verdad, la pureza, la naturalidad, la entrega y el abandono al toreo más bello jamás soñado valen más que todas las orejas, la estadística son datos que se olvidan. El toreo eterno son sentimientos imborrables que se viven con el calor de la pasión, no con el frío de los números.
Y todo lo hizo ayer, en la víspera de este domingo, festividad de la Ascensión en nuestra liturgia. Así debía estar escrito, Ferrera a hombros por la Puerta Grande, camino del cielo torero de Madrid, saliendo de Las Ventas, donde el toreo divino se hizo carne y habitó entre nosotros.

Antonio Vallejo

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