Calderón de la Barca nos dejó escrito que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. El toreo es la vida y los sueños que la llenan. Tan solo ha pasado un semana, ¡cómo vuela el tiempo!, desde que escribía sobre los sueños toreros de un niño sevillano que se hicieron realidad. Aquellos sueños del torero sevillano pasaron de manera inmediata a ser los de la afición madrileña, solo hay que ver lo que ocurrió la mañana del sábado 11 de mayo al agotarse las entradas para la corrida de ayer sábado 18. Una semana, 7 días para soñar con otra tarde como la de La Maestranza un semana de sueño, 7 días de anhelos y deseos que ayer se convirtieron en una deliciosa realidad que nos llena los sentidos de los más preciados aromas toreros de siempre y nos llena el alma taurina de esperanza para un futuro que es presente. Sabíamos de sobra el gusto y el arte de Pablo Aguado, sin ir más lejos, este pasado Domingo de Resurrección nos dejó en Las Ventas gotas de esencia del mejor toreo como anticipo de lo que estaba por llegar en la Feria de Abril al romper en pedazos la Puerta del Príncipe tras desorejar a dos toros de Jandilla con un toreo celestial, eterno, el Arte como expresión inmortal de la belleza, y se le esperaba con ansiosa desesperación en Madrid para enderezar el timón de esa inmensa nave que deriva por aguas peligrosas camino de un naufragio y que se llama San Isidro 2019. La apoteosis torera de Aguado en Sevilla rescató la tarde de ayer de otra entrada que llevaba el sello al que por desgracia ya nos estamos acostumbrando en Madrid el de los dos tercios de entrada, si llegaba. Casi lleno, tan solo pude adivinar algunos asientos libres en lo más alto del 5 y algo en la andadana del 5 y 6 todo lo demás completamente lleno por un solo motivo, Pablo Aguado. Y el sevillano no defraudó, es más, a muchos nos devolvió la alegría de un toreo que no parecía tener futuro más allá de Roca Rey.
Pablo Aguado llegó a Madrid con un peso muy grande sobre sus espaldas, una responsabilidad difícil de aguantar para muchos, ante una afición muy particular y en la primera semana de la feria más importante del mundo. Pronto despejó dudas, sólo hicieron falta tres verónicas en su quite al segundo de la corrida para llenarnos de felicidad. Fueron tres verónicas divinas, tres verónicas morantistas, tres verónicas de delirio, ¡pero la última!, ¡ay la última!, éxtasis, el tiempo parado, acompasada, relajado, el mentón hundido, acompañando con la cadera, ¡era Morante!, el de La Puebla trasmutado al cuerpo de Aguado, y la plaza en pie, rotas la palmas, roncas las gargantas por un olé que hizo temblar Madrid. Y luego siguió con el tercero, primero de su lote, con una media de remate tras el saludo capotero que fue de auténtico escándalo, ¡era la trasfiguración del maestro Curro Romero!. Por falta de fuerzas fue devuelto el de Montalvo y en su lugar saltó un sobrero de Luis Algarra justo de presencia que se salvaba por la exagerada amplitud de cara y que tampoco tenía muchas más fuerzas, pero sí bastante mala leche. Se vino por dentro en le capote del sevillano y en la medida de remate, que iba cargada con los mismos aromas de Romero del quite, el toro le levantó con la pala del pitón, afortunadamente sin herirle. Un toro que en los primeros tercios no enseñó nada, sin emplearse en el caballo ni lucir en banderillas. Los muletazos de tanteo por bajo, genuflexo, elegante, con suavidad, acariciando la embestida, cargaron de gusto el aire madrileño. Toro complicado y exigente, con cierto fondo de clase pero justo de fuerzas y andarín, obligándole a perder uno o dos pasitos en la primeras series en redondo para colocarse y ligar los pase, con gusto por parte de Aguado, temple y mano baja. Toro que no permitía el mínimo descuido, que lo mismo pasaba que se frenaba, miraba y soltaba un derrote. Fue un toque a la muleta a mitad de viaje cuando el de Algarra hizo por Aguado y le pegó un tantarantán de padre y señor mío, segundos de angustia que afortunadamente terminaron "solo" con el sevillano dolorido. Vuelve embrabecido aguado, le planta cara y sigue toreando con un temple y una clase descomunal, redondos profundos, naturales con hondura, el arte y el valor fusionados en una muleta manejada por unas muñecas prodigiosas, desmontando ese mito absurdo del torero artista y el de valor. Aguantó parones, tragó miradas, se la jugó de verdad, y cada muletazo que robaba llevaba impreso el sello de su toreo, no renunció a nada, fiel a su tauromaquia, la del gusto, la del arte, la del sentimiento y la emoción. Personalidad y firmeza del sevillano con un toro a contra estilo, fidelidad a su toreo, el bueno, el de siempre, el eterno. Lástima los bajonazos con los que emborronó su buena actitud y trazo porque olía a oreja de mérito. El sexto fue para mi gusto un toro de extraordinarias hechuras, un colorado muy serio, abierto de cara, armónico, impresionante de trapío, una belleza espectacular. Pasó por los primeros tercios sin pena ni gloria, sin decir mucho, suelto de salida, sin fijeza en los capotes, la cara arriba en el peto aunque empujo con celo, tampoco empleándose en banderillas donde Iván García dejó dos pares de máxima categoría. Pero en la muleta todo cambió, y eso que nadie dábamos un duro por las condiciones del Montalvo, al menos eso estábamos comentando en el tendido a eso de las nueve y veinte de la tarde-noche. Antes dije que en la figura de Aguado había adivinado, mejor dicho, me había parecido ver transfigurado al maestro Morante en las verónicas, al gran maestro Curro en una media, y en la muleta he visto la viva imagen de Bienvenida, porte y clase, elegancia y poder. Los primeros muletazos ligeramente genuflexo fueron un compendio de torería, llevándolo hilvanado a la sedosa tela, despacio, suave, las series en redondo se sucedieron a cual más templada, con un sentido de la distancia y la altura prodigiosos, dándole al de Montalvo, justito de fuerzas, las dosis de obligación que precisaba, ni un miligramo más ni uno menos. Arte puro, belleza infinita, emcimbrada la cintura, temple, muletazos lentísimos, redondos de cartel, relajado, natural, ni un solo gesto forzado, ciñéndose el lomo a la cintura, llevándolo con la largura que aguantaba el Montalvo, ni un centímetro de más, gusto y clase, torería absoluta que puso en pie a Las Ventas, ya rendidas al sueño hecho realidad. Un cambio de mano prodigioso abrió las puertas del cielo al toreo al natural, glorioso, una bendición divina, hondura y más torería, y más gusto aún si cabe, estética imborrable, plasticidad y elegancia, ¡y más torería!, naturales en los que también adiviné al maestro Manzanares, pase de la firma, trincherilla, adornos por bajo, una locura, un sueño que era verdad, la realidad de la esperanza desbordando todos nuestros sentimientos, la alegría plena de un futuro que es presente, el torero que tanto añorábamos y que ya está aquí, en Madrid, invadiendo el alma, conquistando nuestro corazón, el de todos, porque ayer nadie, ni el más atrevido, pudo osar ponerle ni el mínimo pero al toreo con el que el sevillano puso Madrid a sus pies, en seis minuto de faena, 20 ò 25 muletas, no más, ni falta que hacía, perfecta medida del trasteo, como hizo en Sevilla, calidad máxima y cantidad la precisa. De nuevo la espada frenó un triunfo que hubiera sido tan rotundo y sonado como el de Sevilla, ¡pero qué más me da una oreja de más o menos!. El toreo es arte, sentimiento, emoción y pasión, siempre lo he dicho y lo repito, como fue el de Bienvenida, como fue el de Curro, como fue el de Manzanares, como es el de Morante, el duende del toreo eterno que parece haber tocado con su varita mágica a este joven sevillano que ayer me hizo salir toreando al aire de la calle Alcalá a las nueve y media como si no hubiera mañana.
Hace dos temporadas otro sevillano, Ginés Marín deslumbró a Madrid y abrió de par en par la Puerta Grande al desorejar a un toro de Alcurrucén al que le cuajó una faena de antología en la que nos dejó el recuerdo imborrable del cambio de mano más largo, más eterno, atemporal, infinito, que jamás haya visto ni creo que vea. Ayer abría plaza ante un toro de Montalvo alto, muy serio pero un tanto basto, de condición noble pero justo de fuerzas. Un toro que no se empleó en el capote, tomaba los vuelos con andar cansino, verónicas suaves, contemple y buen trazo pero sin emoción, un toro que no empujó en el peto y que en banderillas esperaba, deslucido. Toma la muleta con la diestra y, sin probaturas, se pone a torear en redondo, serie templada, el toro va, repite, pero le falta un punto de chispa para transmitir, andar, gazapón , con tendencia hacer hilo incomodando el buen hacer de Ginés. Cambia de mano y surge imperial el mando y la rotundidad del sevillano, soberbio al natural, temple y mano baja, hondura en cada muletazo, trazo largo, farol y molinete de adorno para abrochar con uno de pecho supremo. Torea encajado, metiendo los riñones, tandas de naturales bajando la mano, firme, relajado, alargando el recorrido, y el toro humilla con clase y nobleza, olés que resuenan en toda la capital, toreo al natural de muchos quilates, toreando lento, gusto a raudales. Última serie por el pitón derecho, con una profundidad abisal, temple y la mano cada vez más baja, arrastrando la muleta, ¡qué bueno es este torero!, que precede a unas bernardinas finales que ponen en pie a toda la plaza, ronca de torera con olés una grandísima faena que rubrica con un estoconazo arriba que pasaporta a este buen Montalvo y que vale una oreja de ley para Ginés. Con el cuarto no tuvo opción alguna, un toro bajo y veleto, hondo, para mi pasado de kilos, lo que condicionó la lidia, poca movilidad y tendencia defenderse con violencia, sin aguantar cada vez que el sevillano le obligaba lo mínimo. Sin pena ni gloria en los primeros tercios, deslucido en la muleta, por mucho que Ginés le cuidara la altura y tratara de llevarlo con suavidad, pero, o se defendía o se caía, todo por ese exceso de kilos insoportable. Voluntarioso y sincero Marín pero sin recompensa alguna de unos tendidos ajenos al esfuerzo que hizo el sevillano.
Luis David, Adame, tuvo en el segundo de Montalvo, Enviado, a uno de los que puede ser toro de la feria, muy serio, hondo y bajo, de magníficas hechuras, imponente presencia. Precioso el ramillete de verónicas en el saludo capotero, templadas, a compás, acompañando la embestida con la cadera, y el toro repetía, y humillaba, con gran clase. Precioso el galleo por gaoneras para llevar a Enviado al caballo de Óscar Bernal que ejecuta un sensacional tercio de varas, un primer puyazo perfectamente agarrado arriba, delantero, en el que el toro empuja con codicia, y un segundo puyazo también delantero, midiendo el castigo. Replica el hidrocálido al las verónicas morantistas de Aguado en le quite que antes relataba con zapopinas que dicen allá en México, lopecinas en nuestra España, bellísimas y emocionatísimas, perfectas de ejecución. Y el toro que sigue humillando y repitiendo, y que mantiene el buen tranco en banderillas, permitiendo a Miguel Martín lucirse con dos pares antológicos, de poder a poder, de enorme intensidad. Inicia la faena de rodillas, en terrenos del 6, encajado, llevándolo muy en largo, Enviado arrastrando el hocico en una serie de redondos largos y profundos. Temple y recorrido en la primera serie por el pitón derecho, con mucho mando, bajando mucho la mano, obligándole una enormidad. Es posible que un toque a la muleta y el que inmediatamente después clavara los pitones en la arena hicieran que se resintiera un tanto, o quizás que a Luis David le costara encontrar el trato, la distancia y la altura que requería el magnífico de Montalvo para romper en plenitud. El caso es que la faena entró en una fase de cierta indecisión en la que le cuesta encontrar el sitio y acoplarse por el pitón izquierdo, pero poco a poco recuperó la confianza aunque ya los más impacientes y ruidosos estaban en su salsa, con el gritito de "se va sin torear" y otros de su habitual repertorio. Pero Luis David terminó en naturales lentísimos, a la mexicana por momentos, con hondura, largos, la mano baja, serie rotunda que de nuevo pone a casi toda la plaza en pie, los de siempre protestaron algo, no sé qué. Las bernardinas finales, ajustadísimas, de infarto, dejan al toro en suerte entre las rayas del 6 donde el mexicano mata de un estoconazo arriba en la suerte de recibir que es de las que hay que apuntar para premio al final de la feria. Mayoría de pañuelos que el presidente, de manera incomprensible no quiere ver, o que prefiere escuchar a una veintena de vociferantes que por su capricho consideran que la oreja no debe darse, así son las imposiciones minoritarias de esta plaza que acojonan a los del palco. Era de oreja solo porque la mayoría lo pedía, y el reglamento es claro, aunque piense lo que piense, incluso puedo estar de acuerdo que al toro se le podía haber sacado aún más porque lo llevaba dentro pero este señor prefiere incumplir el reglamento antes que escuchar las barbaridades de unos pocos. Pero es que era de oreja posiblemente solo por la estocada, y también me parece que la faena fue lo suficientemente buena como para merecer la oreja, aunque, repito, creo que era un toro que debió irse al desolladero sin las orejas. El quinto pesaba ¡650 Kg!. Con eso queda todo dicho. ¿Se movió? No. ¿Embistió? No. ¿Humilló? No. ¿Se defendió y echó la cara arriba? Sí. ¿Se derrumbó? Sí, a la mínima. 650 Kg, todo contado.
Final de una tarde que en seis minutos y una veintena de muletazos llenó de esperanzas el corazón de los aficionados al ver a Pablo Aguado y el toreo eterno, el de siempre, el bueno, el caro, el sueño que ya es realidad.
Antonio Vallejo
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